En algunos territorios, la ciudadanía percibe a las bandas como actores capaces de “resolver” conflictos cotidianos, lo que refuerza la legitimidad social de estructuras ilegales. Esa sustitución simbólica del Estado es quizás el signo más preocupante del avance criminal.

El crimen organizado ya no es una amenaza lejana ni una ficción de serie policial. La Araucanía bien sabe de esto. En Chile, según el último informe del Ministerio Público (2025), se ha consolidado como un fenómeno estructural que erosiona las bases mismas del Estado de Derecho. Su crecimiento es visible en la expansión de los delitos violentos, la infiltración territorial y el uso sistemático de la corrupción para asegurar impunidad.

No se trata de un conjunto de bandas aisladas, sino de organizaciones con capacidad económica, logística y territorial que operan con racionalidad empresarial y violencia instrumental. Solo el 2024, el informe constata la existencia de 16 organizaciones criminales transnacionales, la más conocida, el Tren de Aragua.

El documento evidencia que el narcotráfico sigue siendo el eje articulador del crimen organizado en el país, pero ya no actúa solo. Hoy se vincula con delitos de trata de personas, extorsión, secuestros, tráfico de armas y lavado de activos. Esta diversificación delictiva refleja un salto cualitativo: los grupos criminales no solo compiten por el control del mercado ilícito, sino por el control del territorio, estableciendo redes de protección, intimidación y clientelismo en barrios y comunas completas.

El Ministerio Público advierte que la capacidad del Estado para enfrentar estas redes está siendo sobrepasada. Las fiscalías regionales reportan dificultades estructurales en investigación financiera y cooperación interinstitucional, además de un rezago normativo que impide actuar con la velocidad que exige un fenómeno transnacional. A ello se suma la debilidad de las herramientas de inteligencia penal y la dispersión de competencias entre agencias.

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El crimen organizado, en este sentido, no solo delinque: administra poder. Su presencia en el espacio local sustituye la función estatal, imponiendo reglas y sanciones propias. En algunos territorios, la ciudadanía percibe a las bandas como actores capaces de “resolver” conflictos cotidianos, lo que refuerza la legitimidad social de estructuras ilegales. Esa sustitución simbólica del Estado es quizás el signo más preocupante del avance criminal.

El informe es claro en su diagnóstico: la respuesta penal chilena ha sido reactiva, fragmentada y centrada en los eslabones más bajos de las organizaciones.

En cambio, se requiere una estrategia integral de persecución patrimonial y territorial, capaz de desarticular las economías ilícitas que sostienen estas redes. La inteligencia, la trazabilidad de activos y la cooperación internacional deben convertirse en los ejes de una nueva política criminal.

Combatir el crimen organizado implica reconstruir el control del Estado sobre su propio territorio. Sin control institucional, la ley se convierte en una ficción y la violencia en un modo de gobierno. El desafío, por tanto, no es solo policial ni judicial: es profundamente político. Se trata de decidir quién manda —si la ley o la organización criminal— en los espacios donde la justicia aún no llega.