Nostra Aetate fue, hace sesenta años, un “Nunca más” teológico frente a siglos de prejuicio y persecución.

A seis décadas del documento que cambió la relación entre la Iglesia y el pueblo judío, el llamado sigue vigente: transformar la fe en respeto y la memoria en acción.

El 28 de octubre de 1965, el Concilio Vaticano II promulgó la declaración Nostra Aetate, un texto breve, pero de inmensa trascendencia.

En él la Iglesia Católica reconoció de modo explícito que los judíos no debían ser presentados como “rechazados” o “malditos” por Dios, y que la acusación de que todo el pueblo judío era responsable por el llamado “deicidio colectivo” no podía imputarse ni a los judíos de entonces ni a los de hoy.

Esta declaración a su vez, afirmaba que “los dones y la llamada de Dios son irrevocables” para el pueblo judío, subrayando que la Alianza entre Dios y el pueblo de Israel no ha perdido su valor. En otras palabras: el judaísmo es una realidad espiritual viva con la que el cristianismo comparte raíces profundas.

Hoy, en 2025, y en el contexto de la escalada más grande de antisemitismo desde el Holocausto a raíz del 7 de octubre de 2023, este texto cobra nueva urgencia. Porque cuando el odio vuelve a manifestarse en crímenes, insultos y amenazas dirigidas al pueblo judío simplemente por su identidad, el legado de Nostra Aetate nos recuerda que el silencio ya no es suficiente: la fe exige una respuesta ética y pública.

El mensaje de Nostra Aetate fue una transformación teológica que invitó a que el cristianismo, y todas las confesiones religiosas, se comprometieran con el otro desde la dignidad humana dejando de lado toda sospecha o temor. Nos enseñó que la diferencia religiosa no es una barrera insalvable, sino una oportunidad para construir puentes de respeto mutuo.

En Chile, donde históricamente hemos cultivado la convivencia interreligiosa, este aniversario nos invita a renovar ese pacto de respeto y cooperación. A comprender que la libertad de culto y de conciencia no es un lujo, sino un pilar de nuestra democracia. Y a asumir que proteger una minoría religiosa, en un mundo polarizado, no es un gesto de favor sino un acto de justicia.

Nostra Aetate fue, hace sesenta años, un “Nunca más” teológico frente a siglos de prejuicio y persecución.

Hoy nos toca transformarlo en un “Nunca más” práctico, vivido de día en día. Porque el verdadero diálogo entre religiones no se mide por documentos, sino por la forma en que cuidamos unos de otros cuando el odio intenta colarse. Ese es el mejor homenaje que podemos rendir a Nostra Aetate: convertir su ética en práctica cotidiana.