Porque una universidad que no se renueva, muere lentamente. Y una universidad estatal que teme transformarse, traiciona su misión de ser motor de movilidad, conocimiento y progreso social.

El reciente Premio Nobel de Economía 2025, otorgado a Philippe Aghion, Peter Howitt y Joel Mokyr, nos devuelve al corazón de la intuición schumpeteriana: la destrucción creativa como motor del progreso.

Schumpeter la describió como el proceso mediante el cual las innovaciones destruyen viejas estructuras y abren espacio a nuevas formas de producción y organización. Aghion le pone un rostro inclusivo: el desafío no es solo innovar, sino hacer socialmente aceptable la destrucción creativa. El crecimiento sostenido —recuerda— exige que quienes pierden algo en el camino encuentren caminos de reinvención. En breve: la innovación necesita instituciones que conviertan el cambio en oportunidad, no en amenaza.

Para Aghion, eso solo es posible con un sistema educativo de calidad, capaz de formar personas que se adapten, aprendan y se reinventen frente al cambio.

Esa idea adquiere una fuerza especial en el mundo universitario, donde la inercia suele disfrazarse de tradición. Las universidades del Estado encarnan como ninguna otra organización la tensión entre permanencia y cambio. Su misión es servir al país desde la autonomía, pero con frecuencia quedan atrapadas en una lógica que las asimila a organismos públicos tradicionales: estructuras pesadas, trámites interminables y culturas internas que premian la conservación por sobre la experimentación.

No se trata solo de rigidez interna. También pesa el corsé normativo que el propio Estado impone cuando trata a las universidades como si fueran un servicio público más. Marcos pensados para ministerios —procedimientos uniformes, controles ex ante que castigan el riesgo, reglas de gasto y compras que privilegian la rutina— terminan desalentando la innovación y premiando el cumplimiento formal antes que los resultados.

Pero una universidad del Estado no es un ministerio. Los ministerios operan sin competencia directa y su deber es asegurar continuidad; las universidades, en cambio, compiten: por estudiantes, por académicos, por proyectos y por financiamiento. Su supervivencia depende de renovarse. Aplicarles la misma camisa de fuerza administrativa que a un organismo público que no tiene competencia las inmoviliza. La política pública debe reconocer esa diferencia: proteger la probidad, sí; pero habilitar reglas y procesos que permitan crear, probar, corregir y avanzar.

Aplicar la destrucción creativa a una universidad estatal no es destruir su identidad; es recrear su capacidad de servir al bien común.

Su definición operativa es clara: un ciclo deliberado de renovación en el que prácticas, planes de estudio, líneas de investigación y procesos administrativos obsoletos se retiran o transforman para hacer espacio a nuevas capacidades —docencia pertinente, investigación con impacto, gestión ágil— sin romper con la historia que le da sentido ni con su misión institucional.

Para que ese proceso avance, debe ser socialmente aceptable dentro de la comunidad universitaria. Ahí está la tarea fundamental de las autoridades: no basta con enunciar el cambio; hay que diseñar incentivos y condiciones para que académicos, funcionarios y estudiantes abracen la transformación y la deseen. Ello exige confianza, diálogo y un marco de estabilidad: el cambio prospera cuando las personas perciben que no pone en riesgo su dignidad, su empleo ni su pertenencia.

Aghion lo formula en términos económicos, pero el principio es universal: las transiciones rinden frutos cuando ocurren en un entorno de seguridad y aprendizaje continuo. El ejemplo danés de seguridad flexible lo ilustra: protección durante la transición entre empleos y funciones, junto con reentrenamiento efectivo para adaptarse a nuevas demandas. En la universidad, esto se traduce en acompañamiento, formación y movilidad para quienes deban reorientar su trabajo.

El auténtico liderazgo universitario no consiste en conservar estructuras, sino en crear condiciones para que la comunidad se atreva a cambiar. Eso implica abrir espacio a la innovación académica, simplificar burocracias, premiar la colaboración interdepartamental y asumir que algunos programas o prácticas cumplirán su ciclo y deberán dar paso a otros. El deber de la autoridad no es prometer que nada cambiará, sino garantizar que, cuando cambie, nadie quede atrás.

En tiempos de erosión de confianza en las instituciones, las universidades del Estado deben demostrar que es posible innovar desde lo público. La estabilidad no se logra paralizando el cambio, sino gestionándolo con justicia y visión. La destrucción creativa, en su sentido más noble, no es demolición: es renacimiento institucional. Significa hacer espacio al futuro, integrando la herencia del pasado en una nueva forma de servir al país.

Porque una universidad que no se renueva, muere lentamente. Y una universidad estatal que teme transformarse, traiciona su misión de ser motor de movilidad, conocimiento y progreso social.

Hoy, más que nunca, necesitamos autoridades, académicos y estudiantes que comprendan que el crecimiento de la universidad —como el del país— solo será sostenible si todos participan del proceso de creación y destrucción. Que el cambio no es una amenaza, sino una oportunidad colectiva. Que la destrucción creativa no solo transforma economías: también puede salvar instituciones.