Lihn, muy atento a los desafíos de la novela en los años sesenta (pienso en Cortázar), urde un texto tramado de citas literarias, periodísticas, políticas, polémica cultural, cine negro y propaganda, todo batido en una sátira corrosiva que promueve la risa tensa.
En el contexto de un lenguaje político despistado y vano, Enrique Lihn se las ingenió para tomar la palabra a través de su primera novela, un cómic en 3D: Batman en Chile (Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1973).
El status del cómic en tanto actor político, se lo había dado la entonces insólita pesquisa semiológica de Ariel Dorfman y Armand Mattelart: Para leer al Pato Donald (ensayo), de un par de años previos.
El pato se las traía: una vida y peripecias fuera de la historia, sin antagonismos de estratos sociales, sin las contradicciones y abusos de la producción, la incitación a la compraventa como modo relacional superlativo, la maníaca acumulación de moneda, la entretención sin fin como contenido excluyente de la vida. El pato era una pieza más de propaganda y seducción capitalista muy entrenado.
La opción pionera de Lihn es la locuacidad guasona y la parodia verbal como estrategias discursivas para instalarse en el problema político con un cierto tono liviano, travieso, satírico, audible a ratos en una cierta estética pop para captar la atención de un oído público capturado en el registro agonal, la doctrina abaratada o maximalista, la frase hecha que monopolizaba el discurso diario en el Chile-UP, hasta llegar al gritoneo de ida y vuelta exasperándolo todo.
Será Batman, el hombre murciélago, quien entonces volará la distancia nocturna entre fantasía y realidad. Personaje de fantasía inserto en la realidad no para fantasear sino para el intento contrario: ver más realidad o por lo menos la realidad ya mínima que no se puede ver siquiera. El minúsculo espesor del personaje lo releva de argumentaciones densas y audición de causas demasiado hiladas que tardarían mucho en exponerse, permitiéndole en cambio señalizaciones mínimas, clichés al por mayor, imágenes y desarrollos argumentales con la velocidad y acción propia de la historieta: el espíritu del diálogo y las onomatopeyas de globitos (riiing, crash, click).
Es tan hábil la estrategia escritural que a la hora de entrar en escena el personaje ficticio, ese carácter “fantástico” de personaje de lápiz, se va desasiendo para quedar adherido a lo real, a hechos datados como indicio de veracidad del momento en que ya es copartícipe: “…a las declaraciones de Edward J. Korry [embajador norteamericano en Chile que maniobra con la CIA las estratagemas desestabilizadoras] ni a los llamamientos a la guerra civil que El Mercurio hacía a diario”; “Y nosotros podemos convertir a toda Latinoamérica en una sala de torturas”.
Esto es pura contingencia, los actores reales de la conspiración preparando el asesinato masivo. En este nivel, siguiendo las pistas del parloteo, hemos sido conducidos a los hechos cotidianos que transcurren secretos y no secretos.
Batman revolotea a lo largo de una especie de segunda realidad o realidad velada de más significación, importancia y letalidad que la inmediata, en el sentido de que en ésta –la diaria, cotidiana, vivida en la calle– no se advierte en toda su dimensión la trama ni la densidad de la especulación criminal aguda en marcha. Batman, como hombre murciélago, se desplaza en esta laberíntica oscuridad del alma como nadie, favorecido por su finísimo radar nocturno.
Batman, desde luego, no viene a defender la causa UP, aletea al servicio de los intereses del imperio: es un agente USA que se relaciona con otros agentes. A la manera del mecano de El proceso, de Kafka, casi todos son agentes de distintas agencias y categorías, nacionales y extranjeros: los yippies desastrados y volados en una playa (¿Zapallar?, ¿Cachagua?), son marines de USA que ya han desembarcado y están a la espera de órdenes para entrar en combate; el cura Lora (¿Hasbún?) también forma parte del personal de inteligencia, con o sin consentimiento, y exhibe su doctrina esperpéntica no-católica para Chile: “El principio del respeto a la persona humana es el comienzo del fin (…). La igualdad que destruye al pueblo organizado jerárquicamente es una idea, mire usted, de proxenetas, putos y cabrones. Detrás de ella está el materialismo ateo que impidió, como se sabe, la exterminación de los judíos”. Y cómo no, la atractiva y desquiciada subsecretaria de relaciones públicas, la asesina Juana Sommers, “aguerrido soldado con falda de los Cuerpos de Paz”. Todos armas letales, y tanto, que se asesinan entre sí al menor descuido.
Lihn, muy atento a los desafíos de la novela en los años sesenta (pienso en Cortázar), urde un texto tramado de citas literarias, periodísticas, políticas, polémica cultural, cine negro y propaganda, todo batido en una sátira corrosiva que promueve la risa tensa.
Y no se escatiman figuras de gran significación. La fábula es una, en esa línea del poético bestiario ducassiano de Maldoror. Escribe Lihn: “La integración del Imperio pasaba por encima de miríadas de desintegraciones, formaba el plancton del sacrificio, una cadena de consumo en que nada era más inocente que un tiburón jugando a triturar un cardumen de sardinas; los pulpos eran los sacerdotes de la misa negra de las profundidades, gorilas del mar, condecorados de mariscos venenosos, y una y otra vez debía esperarse que el festín continuara en las playas a las que ese mar arrojaba sus mejores delfines, los bellos infantes de marina que traían la sal a la tierra, la higiene de la muerte contra las razas inferiores”.
Y es por esta pista del zoo de Lautréamont y una lectura avecinada de Bachelard, que la novela se adentra en la oscuridad absoluta y encuentra lo que andaba buscando, un contenido arcano al que todo converge en una tensión insoportable y que solo podía descubrirse en la escritura. Esta revelación inscribirá la animalidad y ánimo asesino vivido en el abismo de la naturaleza humana: Bachelard detecta en su lectura lo que llamó una “fenomenología de la agresión”, “agresión pura” por parte no ya de símbolos ni metáforas sino de “instrumentos de ataque”; el impulso muscular subjetivo será el de “las ganas de atacar” como expresión de una libertad total (tan demandada), de una violencia pura y soberana, violencia “irrectificable”.
Agresión incesante que ha necesitado previamente experimentar una metatropía (Bachelard) al interior de la metamorfosis, un cambio de velocidad y conquista de otro movimiento que la anime. Perseguir fronteras vitales, biológicas, es la dirección de ese movimiento en que “el hombre aparece entonces como (…) un superanimal”.
Más que a diferencias ideológicas en el período, de pronto –postularía la novela- se hizo frente a la misma bestialidad.
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