Trump juega con la historia sin darse cuenta de que él mismo es el chiste.
En 1839 Mijaíl Lérmontov escribía un libro denominado “Un héroe de nuestro tiempo”. Una novela fundamental en la vasta narrativa rusa y que concentraba su atención en un hombre, un héroe, sin convicciones. Grigori Pechorin era su nombre en la novela. Si acaso es posible, el personaje se ha encarnado hoy en la forma de un nuevo héroe: Donald Trump. A continuación la explicación.
Un hombre sin convecciones
Grigori Pechorin es descrito como un hombre sin convicciones. Vive de la manipulación, de la conquista sin amor, del poder sin responsabilidad. Lérmontov nos presenta un personaje que encarna el hastío absoluto de una generación sin propósito.
Pechorin es un hombre brillante, atractivo e inteligente, pero también vacío, cínico y cruel. No persigue el bien ni el mal: solo busca entretenerse en un mundo donde todo le resulta insulso. Es un aristócrata sin gloria, un guerrero sin guerra, un conquistador sin imperio. Para él, los demás son piezas en un tablero en el que la única meta es no aburrirse. Seduce sin amar, destruye sin odio, busca desafíos no por necesidad, sino por el placer de vencer. Su desafío constante al mundo es simplemente su propia vacuidad.
Lérmontov disecciona en Pechorin a la aristocracia rusa posterior a las guerras napoleónicas, aquella que creció en la sombra de una grandeza perdida, sin otro destino que la decadencia. Es un personaje que, consciente de su miseria, la acepta sin remordimiento. No se arrepiente de sus actos, pero tampoco encuentra placer en ellos.
Donald Trump: el Pechorin del siglo XXI
La ironía del título de la novela —Un héroe de nuestro tiempo— no es solo una burla al propio Pechorin, sino a la sociedad que lo ha producido, a una élite que ha perdido su capacidad de liderazgo y su sentido de la historia. Pechorin es la demostración de que es posible estar emborrachado de nihilismo.
Y si cruzamos el umbral del siglo XIX al XXI, si nos alejamos de las montañas del Cáucaso y nos acercamos a las torres de Manhattan o al Salón Oval, podríamos encontrar un eco de Pechorin en la figura de Donald Trump. No porque Trump sea un hombre sutil o intelectualmente sofisticado, sino porque su relación con el poder y con los demás parece seguir la misma lógica de desprecio y manipulación.
Trump, como Pechorin, es un hombre que ha convertido la provocación en su principal estrategia. No gobierna, performa. No construye, incendia. No busca el bienestar de su pueblo, sino su propio espectáculo. Y como Pechorin, Trump no cree en nada. No es un líder de convicciones, sino de instintos. Cambia de ideas como cambia de enemigos. Su lealtad no es con la nación, sino con su propia imagen. Y al igual que el antihéroe ruso, se rodea de seguidores que confunden su audacia con grandeza, su cinismo con sabiduría, su egoísmo con patriotismo.
La hegemonía norteamericana ya terminó
El cinismo de Trump se manifiesta en su lema MAGA, Make America Great Again, una consigna que no es más que una burla histórica. La idea de hacer a Estados Unidos “grande de nuevo” parte de una mentira evidente: Trump mismo sabe —y toda su conducta lo delata— que la hegemonía norteamericana ya terminó. Que el imperio que dominó el mundo por menos de 80 años fue un imperio breve, inestable, plagado de fisuras, inseguridades y fracturas. Que aunque Estados Unidos construyó todo lo que supuestamente necesitaría para mantener su hegemonía, la verdad es que la corrosión pudo más y el imperio, sin dramatismo alguno, ha arribado a la parálisis.
No sirvió la industria del espectáculo, el control de las bolsas de valores, el predominio sobre los medios de comunicación, la maquinaria de guerra… no, no alcanzó. Estados Unidos nunca logró estabilizarse. Siempre fue un imperio nervioso, receloso, tormentoso.
Y Trump lo sabe.
Sabe que China ya ha superado a Estados Unidos, sabe que la única variable que le quedaba a su país —la guerra— también ha quedado atrás. Sabe que ya no puede invadir sin consecuencias, que debe salir de Ucrania, que debe negociar con aquellos a los que antes pretendía someter.
Un héroe de nuestro tiempo, un héroe de la farsa
Mientras grita que Estados Unidos volverá a ser tan grande como antes, simplemente se adapta y engaña a los norteamericanos, haciéndoles creer que pueden recuperar un pasado que nunca estuvo asegurado. Es un héroe de nuestro tiempo, un héroe del espectáculo, un héroe de la farsa.
De momento, su gobierno es un mandato de desesperación. Lo único que le importa, la única constante en sus bravatas, es que alguien, por favor, le pague un arancel. Dice cualquier cosa ofensiva sobre cualquier país, amenaza con idioteces, busca ofender a otros gobernantes, para luego soltar una cifra, un número, un tamaño del arancel.
Pero claro, no se engañen, hará descuentos. Y si no es un arancel, es la retirada de organizaciones que le cuestan dinero. Es el CEO desquiciado de una empresa con gran marca y en la quiebra.
Lo seguiremos viendo gritando los aranceles, exactamente aquello que es contrario a la doctrina que Estados Unidos promovió, exactamente lo contrario que sus aliados desean, pero allí están: cobraremos aranceles y los otros países no lo harán a nosotros. Y los gobernantes del mundo callan, los economistas formados en Estados Unidos callan. Y es que es un héroe de nuestro tiempo, un héroe que necesita que alguien le pague. Es patético. El magnate presidente y el país más rico del mundo no son capaces de ofrecer capital, precisamente la base sobre la que se construyó el imperio estadounidense.
Pero hay una diferencia crucial entre Trump y Pechorin
Pechorin es un personaje trágico. Es consciente de su vacío y, en cierto modo, lo lamenta. Donald Trump, en cambio, no parece tener ese nivel de conciencia. No hay en él una sombra de duda, no se asoma una grieta de autoconocimiento.
Pechorin juega con la vida de los demás, pero en su fuero interno parece intuir que es un personaje de una comedia absurda. Trump juega con la historia sin darse cuenta de que él mismo es el chiste.