La ultraderecha avanza no solo en el plano discursivo, sino también en el institucional, mediático y simbólico. Frente a ese escenario, la fragmentación del campo progresista y la búsqueda obsesiva de culpables solo allanan el camino para su consolidación.

En cada hito electoral importante reaparece un reflejo conocido en la política chilena: el intento de disciplinar al Frente Amplio y, con él, a todo proyecto que busque promover transformaciones al orden heredado.

Frases como “Nunca más FA”, “sin duda que entre las diversas causas de la derrota está el desempeño del gobierno”, o “es una señal inequívoca del profundo desgaste del gobierno del presidente Boric y de una forma de gobernar desconectada de las prioridades reales de la ciudadanía”, circularon con fuerza apenas cerraron las urnas.

En menos de 24 horas, distintos sectores ya habían construido un veredicto cerrado, atribuyendo responsabilidades casi exclusivas al Frente Amplio o al gobierno. No hubo pausa, ni distancia, ni voluntad real de comprensión: el juicio precedió al análisis.

Este patrón no es nuevo. Desde su irrupción en la política nacional, cada ciclo electoral o momento crítico ha sido leído por parte del establishment como la confirmación de un supuesto colapso inminente del Frente Amplio. En 2017, tras su primer Congreso de conformación, se le describió como una coalición joven, frágil, sin estructura ni proyección. Apenas tres meses después, Beatriz Sánchez obtenía un 20% de los votos presidenciales y el Frente Amplio se instalaba como tercera fuerza parlamentaria, rompiendo el consenso político de la transición.

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La escena se repitió en 2019. Tras el estallido social y el Acuerdo Constitucional —marcado por tensiones internas y debates profundos— volvieron las columnas que hablaban del “principio del fin”. Sin embargo, fue esa misma coalición la que impulsó institucionalmente el proceso constituyente y, poco después, eligió a su primer Presidente con una de las votaciones más altas de la historia reciente, derrotando a la ultraderecha.

Lo mismo ocurrió tras el plebiscito de 2022, durante el segundo proceso constitucional, y nuevamente en 2024, con la fusión de Convergencia Social, Revolución Democrática y Comunes. Cada uno de esos momentos fue presentado como una evidencia terminal de agotamiento; cada uno fue, en los hechos, un punto de reorganización y continuidad.

En todos estos procesos, el Frente Amplio optó por una estrategia de diálogo y construcción de unidad, aportando a la consolidación de una coalición progresista más amplia. Los resultados están a la vista: gobiernos locales relevantes, municipios capitales con altas votaciones y una presencia territorial que desmiente la caricatura del repliegue. Sin embargo, el relato del desahucio persistió, como si el diagnóstico estuviera decidido de antemano.

Lo que estas lecturas omiten es un dato central: el Frente Amplio ya no es la constelación dispersa de 2017. Hoy es un partido unificado, con mayor coherencia orgánica, presencia legislativa nacional y anclaje en gobiernos locales. Es una fuerza política que se orienta a articular demandas de las mayorías y del movimiento social con la disputa institucional, buscando transformar esas demandas en cambios estructurales que apunten a la justicia social, la ampliación de derechos y la distribución de oportunidades. No se trata de un proyecto testimonial, sino de una experiencia que se va desarrollando, se reordenó y se consolidó en el ejercicio real del poder.

Aquí es donde el establishment político vuelve a equivocarse. La incomodidad frente a este actor emergente se ha traducido, una y otra vez, en diagnósticos disciplinantes más cercanos al deseo que a la realidad. No se reconoce que la irrupción del Frente Amplio coincide con transformaciones profundas del sistema político chileno: el fin del binominal, la ampliación de la representación, la crisis de legitimidad del modelo y la apertura de cauces institucionales para demandas largamente postergadas. El primer gobierno del Frente Amplio no fue una anomalía, sino la expresión de ese nuevo ciclo.

La evidencia electoral reciente refuerza esta idea. Pese a los reiterados anuncios de defunción, el Frente Amplio eligió diecisiete diputadas y diputados y dos senadores, convirtiéndose en la bancada más grande del progresismo, aumentando su votación y expandiendo su presencia territorial. No es el retrato de una fuerza en retirada, sino el de un proyecto vigente. Esa representación parlamentaria no es un accidente: es la prueba de que una parte significativa de la ciudadanía distingue entre la caricatura mediática y la experiencia política concreta.

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Este dato adquiere especial relevancia tras los resultados de la segunda vuelta presidencial y el cierre del gobierno del presidente Boric. Nuevamente surge el impulso de desahuciar al Frente Amplio, responsabilizándolo de toda frustración electoral o dificultad política. Pero al insistir en este ejercicio, lo que realmente se desahucia no es a un partido, sino la posibilidad de un análisis político profundo sobre la complejidad de la sociedad chilena actual, el rol de los partidos y la urgencia de construir mayorías sociales duraderas.

El desafío que tenemos por delante no es solo electoral, sino cultural y político. La ultraderecha avanza no solo en el plano discursivo, sino también en el institucional, mediático y simbólico. Frente a ese escenario, la fragmentación del campo progresista y la búsqueda obsesiva de culpables solo allanan el camino para su consolidación.

Más que perseverar en una disputa fratricida sobre quién perdió la elección del domingo, el desafío es preguntarnos qué podemos construir juntos. Una izquierda unida, con un programa de transformaciones reales, arraigado en la base ciudadana, con liderazgo, pero también con la humildad necesaria para escuchar a una sociedad diversa y cambiante.

Esa unidad no es un gesto retórico ni un ideal abstracto: es una necesidad histórica. Porque si no somos capaces de construir ahora una coalición progresista amplia, capaz de conquistar mayorías y sostenerlas en el tiempo, el costo no lo pagarán los partidos, sino los sectores más vulnerables, la democracia y el futuro mismo del país.