Tesfaye Berhe mira con preocupación las plantas de sorgo amarillentas por el sol abrasador y se pregunta si logrará salvar la cosecha, interrumpida por los combates en la región etíope de Tigré.

El agricultor de 60 años, con barba gris, tuvo que poner pies en polvorosa cuando en noviembre empezaron a caer obuses en las inmediaciones de sus campos, cerca de la aldea de Ayasu Gebriel.

En el este, los disparos procedían del ejército federal, al oeste, de las fuerzas del Frente de Liberación del Pueblo de Tigré (TPLF), el partido que gobernaba esta región disidente y desafiaba al Estado desde hacía meses.

La emergencia obligó a Tesfaye a abandonar la cosecha de teff, un cereal clave en la dieta etíope. La perdió y ahora teme perder también la de sorgo, aunque el gobierno asegura que los combates han terminado.

“Escuchamos decir que sigue habiendo combatientes en ambas direcciones. Nos preocupa si podremos o no comer lo que estamos cosechando, si vuelven”, afirma.

Tigré, una región pobre del norte de Etiopía con 6 millones de habitantes, ya sufría problemas de seguridad alimentaria antes de que comenzara la guerra el 4 de noviembre. Además de la epidemia del coronavirus, 2020 estuvo marcado por la peor invasión de langostas del desierto en décadas.

Las agencias humanitarias temen que la guerra, que habría causado miles de muertos y desplazado a más de 50.000 personas, genere una situación catastrófica.

El lunes, la ONU se quejó de que todavía no tiene acceso a Tigré y, por lo tanto, no puede evaluar la envergadura de la crisis humanitaria.

Un equipo de la Agence France-Presse ha logrado en los últimos días viajar en exclusiva al sur de Tigré, donde se encuentra Ayasu Gebriel.

Niños estudian en la biblioteca de una escuela dañada durante los combates en la villa de Bisober | Eduardo Soteras | AFP

Precariedad

Allí, los habitantes, desesperados, dicen que dependen de la limosna de sus vecinos para comer y dar a sus hijos agua hervida para que tengan “algo caliente en el estómago”.

Esta precariedad podría durar meses, sobre todo si se pierden las cosechas de cereales.

“La potencial pérdida de las cosechas en Tigré, que estaban a punto de comenzar cuando estalló el conflicto, podría tener graves consecuencias para la seguridad alimentaria en la región”, afirma Saviano Abreu, portavoz de la oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA).

Las tensiones en torno a la ayuda humanitaria se han intensificado en las últimas semanas entre las agencias humanitarias y el primer ministro Abiy Ahmed, premio Nobel de la Paz en 2019.

El gobierno etíope insiste en su voluntad de llevar ayuda a las “comunidades vulnerables” pero quiere coordinar el acceso de las organizaciones internacionales. Alega la inseguridad en la región.

La semana pasada admitió que fuerzas progubernamentales dispararon contra un equipo de la ONU que intentaba visitar un campo de refugiados eritreos en una zona de Tigré, adonde “se suponía que no debía ir”.

Una mujer carga un saco de trigo entregado por el gobierno. | Eduardo Soteras | AFP

“Con la ayuda de Dios”

En Alamata, cerca de Ayasu Gebriel, el gobierno distribuyó hace unos días sacos de trigo de 50 kilos a cientos de habitantes que formaban una larga fila, con paraguas para protegerse del sol.

Algunos de ellos contaron haber escuchado combates en las colinas cercanas.

Solomon Admasu, un agente de la comisión federal de gestión de catástrofes, reconoce que les cuesta llegar a las zonas más afectadas por los combates.

“Los recursos están ahí, pero hay lugares con problemas de seguridad y lugares inestables”, explica.

Además, muchos administradores locales han abandonado el cargo, lo que podría complicar la distribución de ayuda en las zonas alejadas, afirma Assefa Mulugeta, quien coordina la acción gubernamental en la región de Alamata.

“El gobierno necesita ayuda, es evidente”, dice, “porque la demanda es muy elevada”.

La ayuda internacional empieza a llega a Tigré. Un cargamento del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) con medicamentos y equipamiento (el primero de una organización internacional) llegó el sábado a la capital regional, Mekele.

Pero en el sur de Tigré, los habitantes aseguran que la ayuda recibida es insuficiente.

“La gente no tiene que comer ni beber (…) ni siquiera los ricos”, dice Asene Hailu, que vive en Mehoni, al sur de Mekele.

Además de la falta de agua, electricidad y medicamentos durante semanas, los bancos permanecieron cerrados, impidiendo sacar dinero a quienes tenían medios, y el conflicto hizo subir los precios de los alimentos, detalla un habitante de la localidad de Korem.

Y los más pobres, dice este hombre que trabaja en la construcción y quiere permanecer en el anonimato por temor a represalias del gobierno, “comían lo que tenían en reserva, y casi se ha acabado”.

“Ahora viven con la ayuda de Dios”.