La tragedia de los conscriptos en Putre nos vuelve a recordar un problema institucional que sigue vigente: no estamos aprendiendo mucho de la experiencia vivida y, además, estamos nuevamente ante una necesaria aunque posiblemente cansadora reflexión sobre un “nunca más”.

El maltrato de las jerarquías militares no es nada nuevo. Basta con recordar la tragedia de Antuco en 2005, donde en ejercicios similares, pero bajo una tormenta de nieve insoportable para cualquier ser humano, perecieron 44 conscriptos y 1 suboficial. Una tragedia que sigue penando hasta el día de hoy a las familias y a las víctimas sobrevivientes.

Y si nos remontamos más en el tiempo, tenemos también la historia del soldado, también conscripto de la época, Miguel Nash, quien fuera ejecutado en Pisagua por haberse negado a tomar las armas en contra de sus compatriotas, enfatizando en que defendería a la patria, pero no disparando contra el pueblo al que juró proteger.

“Prácticas tradicionales”

Tampoco se puede dejar de lado las repetidas “prácticas tradicionales” que existen al interior de los cuarteles, principalmente cuando se refiere al trato de los más nuevos: golpeando el pecho con la insigna militar para dejarla clavada, evitando que puedan dormir y descansar como corresponde, o encerrándolos en piezas y lanzándoles lacrimógenas en su interior.

Incluso, el día de hoy, escuché el relato de un conscripto en el norte hablando que previo a la marcha, “no a todos les tocó desayunar”.

Todas prácticas que se naturalizan y sólo reflejan que la formación militar en Chile está absolutamente permeada por un abierta aceptación de la vulneración de la dignidad humana (aunque no tengo dudas, tampoco tengo evidencia para decir que es así en otros lugares del mundo). Todo, como una forma de endurecer el espíritu, fortalecer la mente, en resumidas cuentas “de hacerte más hombre”.

Aunque se da por entendido, vale la pena mencionar que la lógica militar es de las más machistas que puedan existir.

Un asunto de Derechos Humanos

Es cierto que esto tiene que llevar a reflexión una vez más de qué estamos haciendo mal como sociedad, qué está faltando o fallando, cuáles son las reales carencias que la formación que se da en este país, no sólo a nivel formal de lo educativo, sino también de lo humano.

¿Acaso basta con que existan “cursos en derechos humanos” para las unidades militares y policiales? A mi entender, no. Es necesario ir más allá, acordando un punto en el que todas las capas de la formación estén permeadas por un respeto real e irrestricto por los Derechos Humanos y la dignidad de las personas -desde los niveles más básicos a los superiores-. Evitando la burla, todavía presente, de colegas que puedan considerarlo como algo ideológico o doctrinario (y sí, lo es, pero es una que busca establecer la importancia y el valor de todos los seres humanos).

Nuevamente estamos en un punto en el que se enarbolarán los discursos por un “nunca más” -frase cuyo autor original está actualmente procesado por causas relacionadas con violación a los derechos humanos en plena Dictadura Militar–. Y el problema no es que se hagan los discursos, sino que estos son como muchas de las leyes “cortas” que se hacen en el Congreso: son sólo letra muerta que queda bien para las campañas electorales del momento.

¿Y la modernización del Servicio Militar?

Volviendo a lo inicial, no podemos olvidar que los conscriptos son voluntarios desde el año 2005, a raíz de la ley 20.045, que “modernizó” el servicio militar como una lección aprendida de la tragedia de Antuco, según las palabras del mismo ministro de Defensa de la época, Jaime Ravinet.

Por lo tanto, ¿estamos acaso hablando de subversivos que están socavando la institucionalidad chilena yendo en contra de los valores republicanos (los de verdad, no los del mamarracho de partido de José Antonio Kast)?

La respuesta es, claramente, no.

De hecho, las madres de los conscriptos que han sacado la voz no se han cansado de repetir una y otra vez, que sus hijos querían entrar al servicio militar por amor a la patria, por la defensa del país o por una vocación de seguir una carrera militar.

El Ejército de Chile, así como las demás ramas castrenses y policiales, tiene una deuda escrita con sangre con este país. Una que se sigue agrandando de cuando y cuando, y no han hecho ningún esfuerzo por querer saldarla, o al menos, intentar compensar las negativas consecuencias para familias y víctimas.

Pasamos ya los 50 años de conmemoración del Golpe de Estado de 1973, pero la situación social sólo va de mal en peor.

Aún existen prácticas inhumanas, una pérdida sistemática de la memoria histórica. Lo peor, tenemos un Gobierno impotente, inoperante o tardío, cuyo líder está más preocupado de explicar la importancia (o no) del perro matapacos, y de publicitar en redes sociales un show farandulero de cómo fue censado (al más puro estilo Cathy Barriga), en lugar de acompañar a las familias que tanto necesitan un apoyo real del Estado de Chile.

Aprendamos de una vez por todas realmente las lecciones que esta nueva tragedia nos deja. Elevemos el nivel de la educación que las nuevas generaciones necesitan, una que forma personas de bien, no sólo en las formas, sino en el fondo, lo que queda.

Una formación que respete los Derechos Humanos y, en la misma línea, que se haga cumplir la pena que corresponda a los responsables. No por la justicia militar, porque sabemos que eso es lo más parecido a los “fiscales ad hok” del Estadio Nacional en 1973. Sino por la justicia ordinaria, que es la única que nos acerca, aunque sea un poco, a algo parecido a la igualdad ante la ley.

No puede ser que la muerte de un joven que tenía un sueño de vida, se trunque de la peor forma posible, pagando con su vida y sufriendo lo indecible antes de su hora final.

Por Bastián Cuevas González
Profesor de Francés (UMCE) y ex estudiante de Ciencia Política (UAHC)

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