Hace unos días Donald Sutherland, miembro del jurado que entregará la Palma de Oro, declaró que tenía un solo objetivo en este festival de Cannes: “Lo que busco en las películas, es un filme que me cambie la vida”.
¿Y acaso no es eso lo máximo que uno puede aspirar al entrar a una sala de cine? Ver una película y salir sin que quede nada en uno da cuenta que pasamos por un film más, pero cuando ocurre lo contrario es cuando sabemos que presenciamos algo especial.
Con cada año que pasa es más difícil acceder a esa clase de cine, la industria es más fuerte, se expande a más países, y los grandes ejecutivos solo buscan recuperar la inversión y ganar dinero –lo que guste o no es lógico- y eso provoca que en los cines sea menor o casi nulo el espacio para las películas de autor.
Y eso es lo que hace Alejandro Jodorowsky y fue precisamente lo que presentó este sábado en el Teatro Croisette, como parte de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes.
Es Poesía sin Fin, que es una continuación de La Danza de la Realidad de 2013, siendo ambas cintas biográficas sobre la niñez y adolescencia del cineasta en un comienzo en Tocopilla y luego en Santiago, a mediados de los años 50.
Si en La Danza de la Realidad habíamos visto cómo el novelista tuvo que lidiar con un padre que nunca lo dejó expresarse, duro, estalinista y en exceso preocupado por el “qué dirán” de su familia, en Poesía sin Fin esta compleja relación padre e hijo se torna aún más difícil al punto de ser insostenible, cuando el adolescente Jodorowsky (Jeremias Herskovits) descubre que quiere ser un poeta y no un doctor, como esperaba su padre (interpretado por el hijo mayor de Alejandro, Brontis Jodorowsky)
Uno de los mayores desafíos de la producción fue traer de vuelta ese Santiago de los años 40 y 50, ya que no son muchos los lugares donde aún se conserva esa arquitectura sin que haya sido arrasada por la modernidad y los edificios. Jodorowsky lo logra, pero sin recurrir a efectos especiales, sino que es meramente artístico.
Y Poesía sin Fin es precisamente eso: arte. Es ver al joven Alejandro (Adan Jodorowsky) descubriendo un mundo sin fronteras, expandiendo su imaginario a través de la poesía y conociendo a poetas como Enrique Lihn, Nicanor Parra y Stella Días Varín, detallando el director la influencia que tuvieron en su vida y plasmado en imágenes cómo fue creciendo al punto de lograr tal independencia de sus padres y saber que en Chile, en su tierra, seguía atado de manos.
Pero qué es Poesía sin Fin sino el propio Jodorowsky tratando de curar las heridas abiertas de su pasado, haciendo las paces con su historia, mirando atrás y analizar qué hizo bien y en qué se equivocó, viendo en la película una oportunidad de regresar a ese momento en su vida en que, quizás, debió haber dicho algo más y no hacerlo le pesó.
Lo cierto es que por mucho que uno intente comentar esta película siempre quedaríamos cortos, porque de Poesía sin Fin no se puede hablar, se tiene que vivir. Es una experiencia que trasciende la pantalla del cine al punto de sentir una conmoción interna, especialmente con una potente escena casi al final de la película.
Tanto La Danza de la Realidad como Poesía sin Fin son los trabajos más personales del cineasta y los más accesibles, en esta clase de remake de la historia familiar y la autobiografía imaginaria. No solo demuestran que Alejandro Jodorowsky a sus 87 años está más vigente que nunca, sino que nos ha presentado su mejor arte cinematográfico.
Este es el film que Donald Sutherland espera ver en el Festival de Cannes, ese en que la persona que ingresó a la sala de cine no fue la misma que salió.