Las señales posteriores refuerzan esa lectura. Kast no parece interesado en administrar un tercer gobierno de Chile Vamos con rostro republicano. Hay algo más ambicioso —y también más riesgoso— en juego.
La noche en que José Antonio Kast ganó la elección, muchos —propios y ajenos— esperaban un golpe de mano. Todos estaban allí o prendieron la televisión para escuchar un discurso de ruptura explícita, una lista de advertencias, el recordatorio de los días que le quedaban a los inmigrantes ilegales -que había sido un eje de campaña- o una escena de victoria construida sobre la idea de ajuste de cuentas.
No solo no ocurrió, sino que mandó a callar las pifias contra Jeannette Jara y se dio el tiempo para dar clases sobre la importancia de la alimentación infantil sana. Aunque aburrió a muchos, no fue un error: fue una señal.
Kast estuvo pausado. Extrañamente contenido para un candidato que había construido su liderazgo desde la firmeza y la confrontación cultural. En un ecosistema político acostumbrado al exceso, esa moderación fue leída por algunos como desconcierto y por otros como cálculo. Pero en política, la forma también es fondo. Y esa noche, la forma fue inequívoca: no venía un asalto, venía una instalación.
No hubo una épica de revancha, que habría ganado aplausos por doquier. Incluso la primera entrevista con el Presidente fue sin bulla, sin teatralidad innecesaria, casi administrativa. Para un sector que llevaba años denunciando el desorden, el gesto fue paradójico: ordenar primero el propio gesto antes de ordenar el país.
Las señales posteriores refuerzan esa lectura. Kast no parece interesado en administrar un tercer gobierno de Chile Vamos con rostro republicano. Hay algo más ambicioso —y también más riesgoso— en juego.
El diseño que empieza a insinuarse apunta a una jerarquización clara del poder: ministerios estratégicos por encima de otros, un centro real de toma de decisiones, y una vocería en manos de Mara Sedini, que no actúa como simple amplificador, sino como una speaker al estilo de la Casa Blanca. Menos comentario, más conducción. Menos coral, más dirección.
Eso, en la derecha chilena, es innovación. No porque sea original en términos comparados, sino porque rompe con la tradición gerencial, fragmentada y defensiva de sus gobiernos anteriores. Kast parece haber entendido que gobernar no es sumar equilibrios internos, sino ordenar prioridades. Y que comunicar no es reaccionar a la coyuntura, sino anticiparla.
En ese punto aparece una comparación incómoda, pero inevitable: Gabriel Boric. No por el contenido del proyecto, sino por el valor que ambos le asignan a la puesta en escena comunicacional. Boric entendió —quizás antes que nadie en su generación— que el poder hoy también se ejerce como relato, como imagen, como escena. Kast, que durante años despreció ese mundo como frivolidad progresista, parece haber aprendido la lección. La derecha ya no puede gobernar como si el país fuera una planilla Excel.
Pero aquí está el verdadero desafío. Como Trump o Milei, Kast llega con un mandato de ruptura. Y ese tipo de legitimidad tiene fecha de vencimiento corta. Trump lo entendió desde el primer día, firmando órdenes ejecutivas para acelerar la expulsión de migrantes ilegales y reforzar el cierre de la frontera, cumpliendo de inmediato lo que había prometido en campaña.
Milei hizo lo propio en Argentina: la motosierra sobre el Estado no fue una metáfora, y el control estricto de la inflación se transformó en el eje rector de su arranque presidencial.
En ambos casos, más allá de las controversias, hubo coherencia brutal entre promesa y acción. Nadie puede decir que no cumplieron sus promesas, por muy audaces que fueran.
Daniel Mansuy lo advirtió en Los inocentes al poder: los proyectos que llegan desde fuera del sistema tienden a subestimar la complejidad del Estado y a sobreestimar la fuerza de su voluntad. El problema no es la falta de convicción, sino el choque entre pureza y realidad. Entre promesa y gestión.
Porque lo que comparten los republicanos con otros proyectos rupturistas no es solo la impaciencia con el orden anterior, sino la convicción de que basta empujar fuerte para que el sistema se mueva. Pero en Chile los audaces no fracasan por desafiar lo existente, sino por creer que la voluntad sustituye al oficio.
En ajedrez, romper el tablero no es jugar mejor: es abandonar la partida. Kast parece haber optado, al menos hasta ahora, por una apertura clásica como la Ruy López —prudente, controlando el centro, desarrollando las piezas antes de lanzar el ataque— y no por un gambito suicida.
La incógnita no es si los republicanos quieren cambiar el juego, eso ya está claro. La verdadera prueba será si entienden que incluso las revoluciones necesitan método, porque el poder no se conquista solo con fuerza, sino con la paciencia estratégica de quien sabe cuándo avanzar, cuándo defender y, sobre todo, cuándo no mover.
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