Esta estrategia no busca conquistar el poder político de manera inmediata, sino moldear previamente la sensibilidad, los imaginarios y el lenguaje de las nuevas generaciones. En este marco, la infiltración se presenta como una serie de prácticas graduales: normalización de discursos revolucionarios y romanticismo de la violencia política.
La participación de alumnos de los liceos emblemáticos en la política ha sido un fenómeno recurrente en la historia reciente de nuestro país; baste recordar su rol durante la “Revolución Pingüina” de 2006. Se pueden tener opiniones más o menos matizadas sobre la formación cívica y la participación política de los escolares, pero, sin lugar a dudas, lo que hemos observado desde la década pasada en esta materia ha sido un verdadero desastre para la educación chilena.
Un episodio simbólico y ampliamente recordado fue la realización, en 2014, de una charla sobre la “política de rebelión popular de masas” en el Instituto Nacional, dictada por el exvocero del FPMR César Quiroz a los alumnos del establecimiento. Este acto, un evidente y descarado proselitismo político dirigido a menores de edad, fue una señal clara del declive de estos liceos que alguna vez fueron el estandarte de la meritocracia en la educación chilena.
La mentalidad de extrema izquierda, subestimada siempre, es clara: hay que tomar e infiltrar los espacios de formación cultural para preparar la revolución, como señalaron autores marxistas como Gramsci y Althusser. Esta estrategia no busca conquistar el poder político de manera inmediata, sino moldear previamente la sensibilidad, los imaginarios y el lenguaje de las nuevas generaciones. En este marco, la infiltración se presenta como una serie de prácticas graduales: normalización de discursos revolucionarios y romanticismo de la violencia política.
Esa mentalidad, que denunciaba la supuesta injusticia de los liceos emblemáticos por ser espacios de “segregación”, terminó hundiendo la calidad educativa de estos establecimientos y derivó en actos vandálicos de extrema gravedad, como los ataques de los llamados “overoles blancos”, quienes en más de una ocasión rociaron con bencina a docentes y destruyeron la infraestructura de los liceos.
De este modo, por ejemplo, que el Instituto Nacional haya pasado en apenas dos décadas de figurar entre los diez mejores colegios del país a ubicarse hoy en el puesto 303 del ranking PSU/PAES no puede entenderse como un simple accidente histórico. Esa caída estrepitosa responde a un proceso dirigido, a una intervención ideológica planificada y producto de esa mentalidad de extrema izquierda.
Recientemente, el ministro Luis Cordero afirmó que detrás de los hechos de violencia en liceos emblemáticos no solo operan menores de edad, sino que existiría la intervención activa de adultos, señalando que estos corresponden principalmente a tres perfiles: apoderados o exapoderados, egresados de los mismos establecimientos y grupos que funcionan en una red capaz de movilizarse entre distintos colegios.
Según explicó, estos adultos amparan, organizan y facilitan la acción de jóvenes “antisistema” que intimidan a las comunidades escolares, lo que dificulta las investigaciones, especialmente porque los testigos suelen ser amedrentados y no declaran ante el Ministerio Público.
Por otro lado, en los últimos días se ha señalado que presuntamente dos profesores del Instituto Nacional habrían facilitado a estudiantes materiales utilizados en disturbios, información contenida en un informe interno de 2024 que describía a alumnos sacando bultos desde los autos de ambos docentes y que luego fueron hallados insumos como diluyente, ropa, hondas, mascarillas y otros elementos asociados a acciones violentas. Pese a la gravedad de los antecedentes, la administración municipal de Irací Hassler no abrió ninguna investigación, y ambos docentes continúan trabajando actualmente en el establecimiento.
Esta negligencia y pasividad de autoridades como Hassler y otros, han dejado un vacío de poder que le otorga un campo abierto a estos grupos vandálicos. Pero esto no es de extrañar, porque la misma mentalidad que ha destruido a los liceos emblemáticos fue la que validó la violencia en el estallido de 2019, particularmente por parte del Partido Comunista y el Frente Amplio.
Los niños, los docentes y los apoderados necesitan una autoridad firme y con verdadera voluntad de actuar. Una autoridad a la que no le tiemble la mano para permitir que se investigue, se persiga y se sancione a los violentistas que mantienen de rehén a las comunidades educativas.
Se requiere una conducción que garantice plenamente el derecho a la educación de los niños y sus familias, y que no negocie, relativice ni deje pasar actos que atentan contra la seguridad, la convivencia y el sentido mismo de la educación pública. Solo así será posible recuperar la normalidad, restablecer la confianza y devolver a estos establecimientos el espíritu formativo que nunca debieron perder.
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