Se apropian de lo ajeno, agreden, gozan de su éxito pasajero sin miedo de volver a los oscuros muros, porque el castigo físico ya no los escarmienta, porque adentro también se pasa bien, porque la libertad no está entre sus derechos predilectos.

El discurso del orden y la seguridad, que recoge más que nunca una justificación en estos tiempos, suele carecer de contenido. Ha devenido en mantra de políticos desesperados, una fórmula mágica que no resuelve nada, pero que encanta a quienes necesitan sentir que alguien tiene el control.

Responde de manera eficaz como slogan, como emblema electoral, como escudo en tiempos de campaña. Si hasta O’Higgins lo utilizó para legitimar su autoridad. Mientras que Piñera lo estrujó hasta un extremo imposible de igualar, con su ridícula bravata de que “a los delincuentes se les acabó la fiesta”. Para luego verse acorralado en los pasillos de La Moneda, arrojando una promesa constitucional de última hora para evitar que lo lincharan los mismos a los que prometió “mano dura”.

Ninguno de los candidatos a la presidencia de la República se ha hecho cargo de la problemática de forma seria y completa, porque la verdad es que se trata de un tema complejo y su solución corre en sentido inverso del cortoplacismo de estos tiempos. No están en condiciones de ofrecer una política pública estable y efectiva, ya sea por cuestiones ideológicas, por desinterés, o por mero desconocimiento de los factores incidentes. Ignoran el lenguaje de la calle, la forma de pensar o la afición por no hacerlo de una gran masa de ciudadanos, lo que denota su desconexión con el sustrato íntimo del chileno promedio.

Las soluciones reales exigen tiempo y profundidad, pero eso no da likes y no cabe en un video de TikTok. Idealizan las fórmulas jurídicas, como si un par de leyes fuese el camino ideal y perfecto para desatar el nudo que plantea la coyuntura sociocultural que subyace a la problemática de la delincuencia y el crimen organizado, en circunstancias que el Derecho es más que la norma, instrumento eminentemente transitorio, modificable, construido con la firme intención de ser transgredido, según puede verse en estos días. Así lo afirmaba el filósofo Carlos Cossio, una voz que permanece más actual que nunca.

El castigo físico ya no los escarmienta

Desde hace muchos años, cuando era juez penal, me vengo imaginando a la gran cantidad de delincuentes que están ingresando en la cárcel como una enorme bola de nieve, una avalancha de marginalidad y violencia, de desesperación y divertimento barato, que algún día rebalsaría los contornos de la prisión y se escaparía por sus rendijas. Ese tiempo ya llegó, hace rato.

De regreso en la calle, el aire de la libertad les ha dado nuevos impulsos a esos seres que no fueron invitados a la gran fiesta del consumo, de la que desean fervientemente participar. Una y otra vez se hacen presentes para reprochar, para imponerse por la fuerza y desatar su odio. Se apropian de lo ajeno, agreden, gozan de su éxito pasajero sin miedo de volver a los oscuros muros, porque el castigo físico ya no los escarmienta, porque adentro también se pasa bien, porque la libertad no está entre sus derechos predilectos, más que mal, su vida suele ser testimonio de un encierro profundo en un ambiente podrido, en los contornos de una sociedad que rechazan. Entonces se impone golpear más duro, hasta matar, qué más da.

No hay peligro más grande que toparse con alguien que no tiene nada que perder, que tocó fondo y gusta de permanecer en la misma miseria, con sus códigos y cicatrices, con sus heridas, con ese perfume a salvajismo que está configurando aceleradamente el comienzo de una nueva era, la del sálvese quien pueda, que augura pasos vacilantes en el Derecho escrito, que no tendrá más chances que instalar con mayor intensidad la ley del más fuerte, quizá porque no quedará alternativa posible.

Cuatro ejes del orden y la seguridad

El discurso del orden y la seguridad debe abarcar cuatro ejes o elementos fuertemente interrelacionados, a saber: diagnóstico, prevención, sanción, reinserción o resocialización.

¿Ha escuchado a algún candidato hablar con claridad de estos temas? Por supuesto que no. Lo único que parece seducir al cada vez menos exigente votante es la promesa destemplada por aumentar el número de reclusos, limpiar temporalmente las calles, castigar por castigar, sin ningún otro propósito. Sin una bitácora o una hoja de ruta de la vida del preso para asegurar su retorno al camino de la legalidad, para incorporarlo como agente de cambio, de contribución al esquema social.

Nuestras cárceles son el punto negro de nuestro sistema de justicia y a nadie parece importarle lo que ocurre ahí adentro, como si el condenado tuviese que soportar situaciones mucho más atroces que el terrible encierro.

El lugar es una verdadera escuela del delito, las altas tasas de reincidencia así lo demuestran. La resocialización no existe, es una quimera. No forma parte de las políticas de estado porque su consolidación, necesariamente, se extendería más allá de los cuatro años de gestión presidencial, no podría exhibirse como un logro en este sistema efectista que apela a la inmediatez, que no reserva tiempo para el estudio y la reflexión, para desarrollar una política pública que se perpetúe y nos devuelva la fe en la gente, en las cabezas calientes que no se cansan de consumir la basura que arrojan las nuevas tendencias urbanas.

Lo cómodo parece ser desviar la vista de lo que ocurre intramuros, en ese infierno que no reeduca: profesionaliza.

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