Mientras esto ocurría, el progresismo institucional y buena parte del centro siguieron discutiendo como si el tiempo estuviera detenido. Incapaces de leer el cambio del ciclo político, se movieron entre excusas y autocomplacencias: que faltan ideas, que la agenda identitaria espantó electores, o que “la gente no entiende”.

En política, hay momentos en que lo evidente se vuelve invisible. Las dirigencias del centro y la izquierda llevan años discutiendo diagnósticos parciales —ideas, tácticas, o identidades— sin mirar un fenómeno más profundo: la desconexión entre lo que dicen, lo que hacen y cómo lo hacen.

No es solo un problema de ideas. Es también un problema de ética política y de la estética que envuelve ese proyecto. Y cuando esas tres dimensiones se desalinean, la ciudadanía simplemente deja de reconocerlo como propio.

La última elección no reveló una sorpresa; confirmó un proceso que venía madurando. Un sector importante de la población está encontrando identificación en discursos de orden, resentimiento y otredad. No se trata únicamente de un giro conservador. Es la expresión de algo más profundo: frustración, expectativas rotas y una búsqueda intensa por pertenecer a un relato que otorgue identidad hegemónica.

Muchos chilenos —incluidos sectores históricamente vinculados a la izquierda— ya no se sienten vistos: ni como trabajadores, ni como mujeres independientes, ni como identidades diversas, ni como ciudadanos preocupados por el medio ambiente. Esa pérdida de reconocimiento abrió un espacio que otros actores llenaron con rapidez y eficacia simbólica.

Mientras esto ocurría, el progresismo institucional y buena parte del centro siguieron discutiendo como si el tiempo estuviera detenido. Incapaces de leer el cambio del ciclo político, se movieron entre excusas y autocomplacencias: que faltan ideas, que la agenda identitaria espantó electores, o que “la gente no entiende”.

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Pero quizás el problema es justo el contrario: las ideas existen, pero se vaciaron de ética y perdieron su estética convocante. Se reemplazó la iniciativa por la reacción, se comentó al adversario en vez de marcar agenda, y se aceptó como marco “lo que la derecha dice que la izquierda es”. En ese trayecto, el progresismo dejó de relatarse a sí mismo.

Esto se refleja en un dato elocuente: tras esta elección, 14 de 25 partidos no llegaron a la cuota para mantenerse vigentes, entre ellos Evópoli, FRVS, Demócratas, Amarillos y el Partido Radical. No es solo un fracaso electoral: es el síntoma institucional de una crisis de relato.

Algunos de esos partidos, en su momento, se quisieron presentar como alternativas moderadas, pero no lograron construir una identidad emocionalmente sostenible. Carecieron de un marco ético claro, de un estilo reconocible y, sobre todo, de una narrativa capaz de convocar más allá de nichos. Su desaparición legal es la consecuencia natural de esa desconexión.

El progresismo perdió, además, un elemento que históricamente lo distinguió: la empatía social como eje articulador de su identidad. Primero expresada como conciencia de clase, luego ampliada hacia causas identitarias y territoriales, la empatía social fue por décadas el puente que permitió comprender desigualdades y traducirlas en comunidad política. Hoy, más que desaparecer, quedó desordenada y acomplejada ante la critica “woke”. Y ese vacío fue ocupado por discursos que ofrecen pertenencia simple, símbolos claros y un sentido de hegemonía aspiracional: desde el orden y la firmeza hasta la estética del éxito individual.

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Pero el punto no es volver al pasado ni renegar de las agendas nuevas. El desafío es comprender que ideas, ética y estética pesan por igual. La ciudadanía no solo quiere proyectos justos: quiere ver que quienes los impulsan actúan con coherencia, que los partidos son transparentes, que las decisiones se toman con criterios claros, y que la estética del proyecto —su forma, su lenguaje, su tono, su imagen— convocan, inspiran y permiten verse reflejado en algo deseable.

No basta con defender la democracia: hay que hacer que ser demócrata vuelva a ser algo que las personas quieran sentir y mostrar.

Todo indica que estamos transitando una fase del ciclo político marcada por tensiones centrífugas: identidades irritadas, polarización emocional y búsqueda de certezas rápidas. Esa ola tendrá su contramovimiento centrípeto, porque siempre lo tiene. La pregunta es quién estará preparado cuando regrese el espacio para los proyectos amplios, institucionales, progresistas y democráticos.

Para llegar ahí, la izquierda y el centro deberán resolver su crisis de articulación: reconstruir un marco donde la empatía social vuelva a ser el eje, donde la ética no sea solo discurso sino práctica, y donde la estética —sí, la estética— vuelva a convocar desde cómo las personas quieren sentirse dentro de un proyecto político. La reconstrucción del centro progresista no puede ser un trámite electoral: debe ser un proyecto cultural, simbólico y ético.

¿Qué tan difícil puede ser dejar de reaccionar al adversario y volver a poner el ritmo? Con ideas claras, con ética que ordene la casa y con una estética política que vuelva a enamorar. Sin esa articulación, no hay proyecto posible; pero con ella, el vacío que hoy dejan catorce partidos puede convertirse en la oportunidad para reinventar el próximo ciclo.