No se parece a Trump por copiarlo, sino porque la estructura social que lo produce es la misma: los abandonados por la modernización, los defraudados del mérito, la clase media que esperaba el ascenso y que no encuentra dónde queda el ascensor.
El ciclo de malestar social en Chile se hace visible de manera decisiva a partir de 2011 (de seguro comenzó antes, pero no sabemos porque fue un proceso invisible). Ese año (y el siguiente), una serie de movilizaciones masivas —el movimiento estudiantil, la oposición a HidroAysén, las protestas en zonas mineras, el movimiento de Freirina, la revuelta regional en Aysén— inauguraron una fase de disrupción pública que desbordó los marcos tradicionales de protesta social.
A esos eventos se sumaron señales culturales que alertaban sobre una crisis más profunda: la caída en picada de la legitimidad de la Iglesia Católica en enero de 2011 con el caso Karadima; la percepción creciente de que las élites políticas y económicas constituían un mismo bloque homogéneo de intereses; y el cuestionamiento a mecanismos de reproducción social de las élites —como el acceso excluyente a la educación de alta calidad— que se tornaban insostenibles ante una ciudadanía más exigente.
Entre 2011 y 2019, el país acumuló síntomas de deterioro institucional: escándalos de financiamiento ilegal de la política (PENTA, SQM), colusiones empresariales de alto impacto público y una serie de indignaciones sociales de carácter transversal, como No+AFP y el movimiento feminista. El Estallido Social de octubre de 2019 fue la erupción crítica de un proceso que ya llevaba una década incubándose.
Para enfrentar esta crisis se emprendieron dos procesos constitucionales consecutivos, ambos fallidos. El primero se interpretó como una sobrecorrección hacia la izquierda; el segundo, como una sobrecorrección hacia la derecha. En ambos intentos, el sistema político mostró incapacidad para elaborar una salida institucional estable. Sin adaptación y sin la capacidad de ser fuertes, el dilema de la elite era difícil, pero se banalizó: la percepción dominante en la élite fue que el país lograría, como en etapas previas, absorber el conflicto sin alterar sus fundamentos estructurales.
Sin embargo, actualmente emerge un nuevo despertar del malestar, cuyo contenido no pertenece a la izquierda ni a la derecha. Chile despertó. Pero no nos espera un mundo más cartesiano y comprensible, no nos espera la infiel esperanza. Este despertar proviene de sectores crecientemente vulnerables, alejados de las garantías institucionales que sostuvo la modernización chilena. Se trata de una población políticamente disruptiva, fuertemente anómica, escasamente visible para el Estado, precarizada por el mercado y difícil de organizar y de conocer.
Estos grupos se sitúan fuera de las estructuras del mercado formal, fuera de los sistemas tradicionales de representación política, y habitan un espacio que las élites perciben como externo e ininteligible. La consecuencia es decisiva: la crisis del malestar no se ha agotado, por el contrario, hoy avanza más rápido, se manifiesta en más lugares a la vez y alcanza una fuerza superior a la capacidad del Estado para procesar sus demandas.
Es en este contexto —donde la política ya no logra articular sentido ni orden— que fenómenos como Franco Parisi (en primerísimo lugar), Johannes Kaiser (en segundo lugar) y Kast+Jara adquieren valor estructural: no como anomalías, sino como síntomas de una transformación radical del modo en que la sociedad chilena interpreta la legitimidad, el poder y el futuro. Los dos primeros mencionados son las formas más puras: la visión apocalíptica. Los dos siguientes son los endurecimientos de cada sector.
Portales abandona la habitación.
Parisi y Trump
Los adaptados a la disrupción no interpelan al marginado histórico (campesino, poblador, trabajador precarizado extremo), sino al perdedor del éxito moderno: el trabajador independiente que se estancó, el profesional endeudado, el pequeño empresario ahogado por bancos/Estado y el trabajador que “no llegó al futuro prometido”.
Es el sujeto del resentimiento meritocrático: “Yo cumplí las reglas y el sistema me traicionó”.
La élite no es solo “el gobierno”, “la izquierda” o “la derecha”: son todas las élites —políticas, mediáticas, tecnocráticas, académicas, judiciales, globalistas— coludidas contra “el pueblo productivo”.
Trump la refirió directamente. Parisi la nombra “la cocina”, “los mismos de siempre”, “el duopolio”. Ambos instalan: “El sistema completo está corrupto y hay que reemplazarlo”. Es así como no hay deterioro, sino colapso. Y no hay reforma, sino reemplazo del sistema.
Trump afirma que “America is being destroyed”, pero Parisi prefiere decir que “Chile está secuestrado por intereses ilegítimos”. El futuro prometido es salvífico, casi religioso: solo la ruptura radical “liberará” al país. Es el colapsismo, el llamado a un apocalipsis now.
La equivalencia estructural entre Parisi y Trump es clara.
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Parisi funciona como Trump en clave chilena porque politiza la sensación de injusticia de quienes hicieron el esfuerzo, pero quedaron fuera del beneficio moderno. No es populismo del pobre, sino que es populismo de aquel que señala: “me prometieron éxito y me robaron el futuro”.
La furia es proporcional a la promesa incumplida
Todos estaban jugando al miedo. Pero el problema seguía siendo la rabia. La multiplicación de los indignados (antes solo de izquierda), el frenesí de los antielitistas, la necesidad de revancha contra las elites.
La promesa del orden solo reitera su caída, su hundimiento. Muchos pensaron que el fantasma de esta elección sería Pinochet, pero en realidad es el estallido.
El 18 de octubre puso en escena un malestar que las élites leyeron como explosión “de izquierda”. Pero el estallido no fue ideológico: fue la ruptura emocional del pacto de modernización. El reclamo era transversal, pues al final todo se resumía en “hice todo lo que me pidieron y aun así no me alcanza”.
En la izquierda, esa voz se expresó con rabia simbólica: plazas, muros, Asamblea Constituyente. En sectores conservadores y meritocráticos, emergió una versión empresarial del mismo malestar: Franco Parisi, el Bonvallet de la economía. Plantea con claridad: “El sistema está capturado por las élites, hay que romperlo”.
No se parece a Trump por copiarlo, sino porque la estructura social que lo produce es la misma: los abandonados por la modernización, los defraudados del mérito, la clase media que esperaba el ascenso y que no encuentra dónde queda el ascensor.
Es el resentimiento meritocrático que se rebela no desde la calle, sino contra quienes manejan los códigos y las llaves: políticos, bancos, medios, universidades. La consigna no es “No + abusos”, sino “Devuélvanme lo que me prometieron”.
Parisi instala una teoría del complot estructural, una teoría que reza que todas las élites roban —desde Hacienda hasta el Servel— y por eso el país se hunde. Cuando dice “Chile está tomado” o “nos roban con la inflación”, está politizando la ansiedad que el 18-O dejó a flor de piel: la sensación de que la vida se volvió una estafa.
Donde el estallido quemaba estaciones del metro, acá se quema la confianza en las instituciones. Parisi es el 18-O sin barricadas: un estallido electoral, no territorial. Su arquitectura es cibernética, con una comunidad digital, con afecto compartido y con odio al establishment.
Parisi es el desborde de los algoritmos, un giro notable desde el desborde de las calles. Parisi es la politización del estallido social en la derecha populista pro-mercado.
Es el Trump chileno porque representa el malestar del mérito traicionado.
La derecha leyó el 18-O como anomia de izquierda, en lugar de leerlo como derrumbe del orden neoliberal que ella misma legitimó. Cuando Parisi capturó el clamor de la clase media endeudada, la derecha tradicional se encontró sin teoría del malestar: no puede aceptar que el mercado también produce exclusión; no puede aceptar que su modelo ya no promete movilidad; no puede comprender al sujeto resentido del mérito.
La derecha se quedó sin sujeto político y además quedó incómoda ya que la derecha carece de relato anti-élite creíble. La derecha no puede apropiarse del discurso anti-élite porque ha sido la élite legitimada durante décadas. ¿Quién puede decir: “La élite nos roba”? Solo el outsider. Pero el outsider no significa poder institucional.
El fenómeno de Parisi expresa un malestar meritocrático que comparte raíz con las protestas del 18 de octubre de 2019, pero que adopta una forma de orden plebeyo, emprendedor y digital. La derecha institucional, sin embargo, interpretó esta movilización como una amenaza a su hegemonía y desaprovechó la oportunidad de articular políticamente dicho malestar.
La tesis principal es que Chile enfrenta dos estallidos desarticulados —una social y otro político— que no han sido metabolizados por ninguna fuerza política dominante, generando un campo de alta volatilidad electoral y crisis de representación persistente.
Primero fue Boric + Kast + Parisi. Fue el gran aviso de un nuevo desorden.
Luego fue Kast + Parisi + Kaiser + Jara. Es una suma más grande, es una combinación más compleja, es una señal más profunda: anomia y endurecimiento, distancia ante la forma y el contenido. La política queda proscrita, ha de retirarse de su propia cancha. La política no debe existir.
Es un cambio que necesitamos ejecutar en la lectura de esta realidad.
El estallido social chileno de 2019 fue interpretado mayoritariamente como una rebelión contra el neoliberalismo impulsada por la izquierda. No obstante, investigaciones recientes evidencian que la crisis del pacto de modernización fue estructuralmente transversal y su impacto se extendió hacia sectores tradicionalmente considerados “defensores del orden” .
Lejos de constituir una anomalía, Parisi representa la politización de un sujeto emergente: el abandonado por el mérito, caracterizado por frustración, endeudamiento y desconfianza radical en las élites institucionales. La hipótesis es que este sujeto encarna una mutación del malestar anterior al 18-O, cuya traducción política en la derecha fue rechazada por la élite político-partidaria, impidiendo su institucionalización.
Parisi interpeló al sujeto herido por la modernización mediante un anti-elitismo total y una narrativa apocalíptica del presente: el sistema no solo funciona mal, ha sido capturado. Su promesa es liberar el mercado, no reemplazarlo. Este punto distingue claramente este estallido del de la izquierda.
Desde una perspectiva comparada, este fenómeno guarda similitudes estructurales con Donald Trump, ya que ambos movilizan al perdedor relativo del modelo.
La derecha institucional enfrenta limitaciones estructurales: en primer lugar, la ceguera sociológica que no reconoce que su modelo produce exclusión, por tanto, carece de registro para interpretar el malestar surgido en su propio electorado. Además, la derecha no logra un relato anti-élite creíble, pues ha sido la élite legitimada en la etapa neoliberal.
El malestar social chileno no se limita a un solo campo político. Más bien, opera como una fuerza disruptiva que se replica deformando las lógicas institucionales, de izquierda a derecha.
Podemos distinguir dos vectores, dos rutas, dos orientaciones. La siguiente tabla nos lo muestra.
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La coexistencia de ambas rutas sin metabolización política mantiene abierto el ciclo de crisis.
La emergencia política de Franco Parisi constituye un fenómeno representativo de la crisis del pacto de modernización, en la medida en que no surge desde una militancia ideológica clásica ni desde organizaciones sociales movilizadas, sino desde el síntoma: aparece cuando la promesa de ascenso individual que sostuvo el régimen neoliberal comienza a fallar para vastos sectores sociales.
En términos psico-sociales, el síntoma es la señal visible de un conflicto no procesado institucionalmente. La sociedad chilena vivió durante tres décadas un proceso de expansión material apoyado en: endeudamiento como motor de movilidad, meritocracia como legitimación moral del éxito e institucionalidad tecnocrática como garante de estabilidad.
La figura de Parisi no explica el malestar. Pero es el malestar quien explica su figura.
El síntoma llamado Parisi
El síntoma llamado Franco Parisi no es un extremo aislado, sino que indica una falla estructural en la producción de sentido político. Particularmente, muestra que el mercado dejó de prometer movilidad, el Estado dejó de ofrecer protección y la política dejó de representar. Lo que permanece es una subjetividad económica herida, buscando un agente que castigue a la élite y repare la promesa incumplida.
Parisi aparece como síntoma de un sujeto social bifronte, característico de la decepción y el abandono. Por un lado, el sufrimiento del endeudamiento, de la precariedad y la incertidumbre. Por otro lado, la autovaloración, el orgullo de esfuerzo y el alejamiento de ser sindicado como ‘víctima’. Esta ambivalencia hace que el malestar meritocrático no busque transformación colectiva, sino restitución individual: “quiero lo que me correspondía”.
Parisi no necesita ofrecer un pacto social nuevo. Le basta con exigir que se cumpla la promesa anterior, la que él no hizo. No necesita un orden alternativo, sino la denuncia de los errores y la corrupción de todo lo demás. Su discurso carece de proyecto ideológico sólido, pero contiene una línea argumental muy precisa que reza: “si las élites no intervinieran, el país funcionaría mejor”.
El sujeto que se identifica con Parisi comparte tres rasgos fundamentales: no se siente representado por la derecha porque lo abandonó al mercado precarizante y no se siente representado por la izquierda porque lo reduce a víctima. El sujeto, ante estos dos moldes, no ve más que la estafa de la traición de la modernización. El problema para la derecha y la izquierda es claro: para ganar elecciones, las elites debe representar el malestar antisistémico. Pero al hacerlo, sencillamente no pueden sino destruirse o devaluarse. Es la distancia entre Kast expresando el orden restaurador y Parisi encarnando el desorden acusatorio.
Chile vive un ciclo donde el orden perdió la capacidad de producir sentido. En ese contexto, Parisi se convierte en el índice del malestar. Mientras no exista una narrativa que reinstituya el orden como esperanza y no como amenaza, Parisi —o quien lo suceda en ese rol— seguirá siendo el punto de referencia estructural de la política chilena.
Lo que hoy enfrentan las élites políticas y económicas chilenas es su noche de Casandra: ven el síntoma, pero niegan su significado. Parisi les anuncia —como Casandra a los troyanos— el derrumbe del orden que ellas mismas erigieron. Sin embargo, incapaces de leer el malestar antisistémico que él simboliza, interpretan su emergencia como un accidente electoral o un fenómeno excéntrico, cuando en realidad es la señal más clara de que la legitimidad institucional ha colapsado.
La derecha cree que crece cuando en verdad crece la crisis del orden; la izquierda cree que disputa hegemonía mientras es el malestar quien manda. Como en la tragedia, los poderosos observan el fuego en el horizonte convencidos de que el amanecer los protegerá. Pero esta noche, como la de Casandra, es la noche en que la ciudad cae mientras la élite aún discute si hay motivos para preocuparse.
Encuestas
Esto no termina aquí. Quienes hacemos encuestas fallamos radicalmente. No pudimos ver a Parisi. Su fenómeno nos quedó grande. Hay muchas hipótesis. La más simple suele ser la mejor, pero eso no es una ley. Lo más probable es que parte de la respuesta se encuentre en los análisis que hemos desarrollado sobre la disrupción política dominante, que hemos explicado con anterioridad.
Las encuestas tienen un enorme problema al abordar la complejidad de un universo (el total de los votantes en este caso). Para ello construimos un marco muestral, esto es, un conjunto de población más reducido (pero masivo) que represente una cantidad de ciudades.
Las empresas de estudio de mercado tienen una actividad continua de revisar el mercado, esto es, los integrados del sistema. Es posible que aquí se encuentre el problema.
Hace pocos años el malestar social iba más rápido en las ciudades que en los pueblos, en las capitales que en los centros urbanos periféricos. Hoy no parce ser así. No es una distinción de ricos y pobres, sino de integrados y desintegrados, entre institucionales y disruptivos.
Y de estos últimos no sabemos cómo abordarlos, dónde, cómo lograr sus respuestas. Antes era imputados desde los cuestionarios que se hacían en un puñado de ciudades y no se fallaba demasiado pues su realidad expresaba una pequeña desviación del mundo de la norma. Pero ya el avance de la crisis muestra una anomia de tamaño extraordinario y una destrucción sorprendente.
Las bases institucionales están caídas incluso más allá de las instituciones formales. El problema se traslada, para horror de las elites, a la imposibilidad de tener un lenguaje común con aquellos que ya son algo más difícil de comprender y gestionar que una estructura impugnadora, que un gran sindicato poderoso y rebelde.
Es el imperio de una masa que no toma la forma ni del mercado ni de la política. Un desafío gigante para un país que sospechó con voluntarismo que la crisis se extinguiría con unos guiños y buenos modales.
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