Con prudencia, seguiremos observando aquel féretro que vemos alejarse. La resurrección en la política no es un milagro, sino un hábito.
Tal vez sea porque quienes ejercen funciones políticas tienen el cuero duro, o bien porque poseen una extraña capacidad de adaptación. Para ellos, la muerte presenta características peculiares y el camino para abrazarla está lleno de recovecos.
Un político puede ocultar perfectamente los síntomas de una enfermedad terminal. Lo normal es que se muera de anciano y como su envejecimiento suele ser lento y poco perceptible, se mantiene estoicamente en su cargo, a veces hasta perder el escrúpulo. Peor aún, el pudor.
Son pocos los que, habiendo sido derrotados, se retiran definitivamente de los asuntos públicos. Las senadoras Lily Pérez y Carolina Goic fueron honrosas excepciones.
Pese a que la legislación les ha impuesto una suerte de muerte administrativa al limitar la reelección —por más de una vez en el caso de los senadores y alcaldes, y por más de dos para los diputados—, algunos han encontrado la forma de torcerle el espíritu a la norma: se repostulan cambiándose de cámara. La pillería carece de elegancia.
Una vez agotadas las astucias, hay otros que posicionan a sus retoños en el cargo, otorgándoles, como legado, un paquete de votos cautivos. Una forma de transmitir trono, partido y contactos. Esta vez, la pillería carece de decencia.
En algunos partidos, el dirigente puede ser asesinado por sus pares. Las purgas son tragedias y, en las dictaduras —esas que algunos admiran—, la muerte no es solo política, sino física; y el paredón no es la única fórmula. Hay envenenamientos, accidentes, destierros, campos de concentración, manicomios…
En democracia, la derrota no conduce necesariamente al entierro. Y si por casualidad el candidato es portado hasta el sepulcro, habrá que saber que a veces resucita, generalmente antes del tercer día. El duelo es breve y se oculta. Un desastre electoral sufrido hoy puede convertirse en una victoria mañana. Las derrotas de Frei Montalva, Allende y Piñera fueron premonitorias de triunfos posteriores.
Los caídos de la primera vuelta
Las elecciones presidenciales se asemejan a las corridas de toros. Son fiestas y tragedias, es un espectáculo en el que los actores se la juegan enteros por un voto para alcanzar el escaño y, al lograrlo, es como clavar la estocada al animal, con rabo y oreja de recompensa.
Las puertas de la plaza de toros se cerraron anoche. Volverán a abrirse para la segunda vuelta. Esta será menos reñida, pero igual de apasionada y decisiva para Chile.
La de ayer, aunque sorpresiva, fue una corrida como las que suele haber en un país civilizado: respetuosa y ordenada, con jueces imparciales y un público expectante.
Fue excesivo contar con tres toreros de derecha. Y hasta cuatro si sumamos a Parisi, que de centrista mostró tener poco y dio un fuerte remezón en la feria. Su paso alterado y denunciante fue el de un gitano errante que viene y va. Satisfecho de lo logrado, partirá al extranjero por un tiempo y no sería extraño encontrarlo en la papeleta para la próxima elección.
Kaiser, toreador primerizo, salió a dar batalla al toro. Corbata dorada y estoque empuñado en mano firme, los ojos desafiantes puestos en la bestia furiosa; furioso él en sus intentos de matar. Buscó la sangre, la olió de cerca, pero no logró dar la estocada. Tampoco sus banderilleros le fueron de gran auxilio. La jornada no estaba para improvisaciones y la indolencia suele pasarles la cuenta a los toreros.
Matthei entraba en la arena con la experiencia de sus corridas anteriores. Se esperaba un buen desempeño. Traía cuadrilla aguerrida y adiestrada. Pero la vimos tensa y torpe, confundida; la mano diestra vacilante, aturdida con la capa colorida en bandolera y, en los quiebros, titubeante. Los gritos de ¡olé! de la tribuna no fueron suficientes para alentarla, y su estocada solo logró raspar el lomo de un toro jadeante.
Los otros tres banderilleros perdedores —un buen hombre equivocado de corrida y dos astutos reincidentes— parecían fuera de programa; no alcanzaron siquiera a actuar de novilleros y sus nombres fueron borrados del afiche de la taquilla. Malhumorados por la pérdida de tiempo, los aficionados pifiaron a destajo. Pero seguro que volverán para desquitarse. Para uno de ellos —el posero con pinta de cantante— será la sexta vez que actúe con su pedante narcisismo.
Hoy, los candidatos vencidos justifican su derrota. La paradoja es que se muestran dispuestos a afrontar los desafíos venideros. La credibilidad no les preocupa; les importa la corrida que les da razón de ser. Tal vez después, fuera de micrófonos y cámaras, deberán superar este fracaso. Entonces, como muchos otros, recurrirán a una de estas dos vías escapatorias: la perseverancia o la reconversión.
La perseverancia
Cinco de los ocho candidatos se repostulaban; algunos por cuarta y hasta por quinta vez. De contar con buena salud, Parisi, ME-O y Artés volverán a hacer lo mismo en cuatro años. La causa de esta anomalía es doble: la obstinación enfermiza del postulante, unida a nuestra endémica pobreza. Los tuertos suelen coronarse de reyes cuando damos muestras de ceguera.
Perseverar es una cualidad del ser humano, salvo que la perseverancia se vuelva obsesión. Y este parece ser el caso. Cuestión de sobrevivencia, tal vez; material o espiritual. Volverán como un ave fénix, pero sin la renovación ni la resiliencia de las que habla la mitología antigua.
Esta egocéntrica tozudez desacredita la política. Usar como trampolín personal a las instituciones y tomar como presa fácil a la gente, termina siendo una vulgar canallada por la que reciben dinero para compensar lo invertido.
La reconversión
Es la otra opción del candidato derrotado. Esta puede estar ligada a la primera y ser negociada con el vencedor. “Nada se destruye, todo se transforma” —fue la máxima de Antoine-Laurent de Lavoisier, para referirse a la materia en el siglo XVIII.
El político que pierde busca mantenerse en vida y opta por el reciclaje, ya sea en funciones internacionales o domésticas. La ONU, organizaciones internacionales, embajadas prestigiosas, alta dirección pública, directorios de fundaciones o empresas, universidades… El Estado y los grandes empresarios se muestran generosos. Los favores del presente son inversiones a plazo.
Seis fueron los candidatos derrotados y el derrotero no será el mismo para todos. Para los que vuelvan a la escena, parafraseando a Daniel Donoso y el Clan Rojo, cantaremos mañana con ironía: “No estaba muerto, andaba de parranda”. Estribillo que podría aplicarse a esta casuística repleta de precedentes.
Para quienes, ya abatidos, decidan retirarse, citaremos la frase que escribió Françoise Giroud, la célebre directora del semanario francés “L’Express” a propósito de un ex primer ministro y aspirante a la presidencia: “No se le dispara a una ambulancia”. Y con el mismo sarcasmo, diremos que tampoco se le apunta a una carroza fúnebre. En otros tiempos, uno se descubría a su paso, y es lo que hacemos hoy al paso del cortejo de los derrotados.
Con prudencia, seguiremos observando aquel féretro que vemos alejarse. La resurrección en la política no es un milagro, sino un hábito. Como tampoco es un santo quien resucita.
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