Velar por la conservación del medioambiente y el bien de Chile requiere soluciones innovadoras que permitan hacer de la eficiencia la norma y no la excepción.
A estas alturas, no es ninguna novedad que el sistema de permisos ambientales no funciona correctamente: plazos que no se cumplen, inversiones que no se ejecutan y millonarias oportunidades perdidas que dejan de aportar ingresos y puestos de trabajo al país, son titulares que abundan en estos días en la discusión pública.
Tan dramático es el escenario en el que vivimos, en cuanto a tramitación burocrática del Estado se refiere, que se ha llegado a hablar de “permisología”, palabra ampliamente utilizada en estas latitudes y que, si bien la Real Academia Española no recoge oficialmente, bien podría hacerlo en un futuro como chilenismo bajo la definición “burocracia lenta y adversa al crecimiento del país”.
La ley 21.770, aprobada recién durante este año, promete resolver la lenta y burocrática tramitación de los cientos de permisos sectoriales existentes en el país, reduciendo su tiempo de tramitación entre un 30% y 70% y agilizando la respuesta de las distintas autoridades estatales que hoy deben pronunciarse para que pueda ponerse en marcha un proyecto de inversión en Chile.
Sin embargo, podemos apreciar que tanto el diseño original de los permisos estatales como el remedio que se propone a los males del sistema tienen por protagonista al mismo actor: el Estado.
Bajo el esquema medioambiental vigente, el Estado tiene, al menos, un cuádruple rol en materia medioambiental: regula, revisa, autoriza y fiscaliza.
El Estado regula por medio de la ley y los reglamentos estableciendo los mínimos y máximos de emisión, umbrales y todo tipo de normas para que los proyectos de inversión no afecten al medio ambiente.
Revisa que los proyectos de inversión cumplan con los estándares previamente establecidos, lo que se hace por medio del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental y el otorgamiento de los permisos ambientales.
También autoriza la puesta en marcha de los distintos proyectos una vez que el proyecto cumple con todos los permisos que la regulación exige.
Y, finalmente, fiscaliza que durante la vigencia del proyecto se mantenga el cumplimiento de las normas.
En otras palabras, el Estado (y casi únicamente el Estado) es el que se encarga de todo, dejando nuestra institucionalidad vigente a la protección ambiental en un monopolio estatal que, en términos económicos, es incapaz de atender correctamente a la demanda de obtención de nuevos permisos.
Es el Estado el cuello de botella en la ruta del crecimiento de la inversión en nuestro país, particularmente en su rol de revisor del cumplimiento de las normas y el otorgamiento de permisos sectoriales.
Pues bien, si la administración no da abasto con el otorgamiento de permisos, ¿por qué no autorizar que privados puedan certificar y dar fe del cumplimiento de los estándares ambientales previamente establecidos por el mismo Estado respecto de los proyectos de inversión que van surgiendo en el tiempo?
En materia de certificación eléctrica, por ejemplo, el famoso sello SEC, que certifica que un aparato cumple con los estándares establecidos por la autoridad, puede ser otorgado por agencias certificadoras. En materia de telecomunicaciones, son particulares, y no el Estado, quienes efectúan la homologación de equipos adquiridos en el extranjero y se cercioran de que cumpla con la normativa nacional. Experiencias similares ya existen también en educación y salud.
¿Por qué no adaptar la exitosa experiencia de buscar soluciones particulares a problemas públicos en estas materias recién mencionadas y aplicarla a la protección del medioambiente?
Sería mucho más eficiente, rápido y beneficioso para el país entero que los permisos ambientales puedan ser otorgados por entidades particulares que, verificando el cumplimiento de los estándares establecidos previamente por el Estado, puedan otorgar permisos sectoriales e, incluso, dar la autorización final para que el proyecto pueda comenzar su ejecución.
Velar por la conservación del medioambiente y el bien de Chile requiere soluciones innovadoras que permitan hacer de la eficiencia la norma y no la excepción.
Pero, sobre todo, exige abandonar de una vez por todas el excesivo estatismo que asfixia todo lo que queda bajo su manto y confiar en que la sociedad civil también tiene mucho que aportar desde el mundo privado en la difícil y constante tarea de perseguir el bien común.
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