Padecemos una época enlutada. En el valle de Santiago “chilla” la descomposición de los mitos portalianos, abunda la degradación de las representaciones republicanas, estalla la bancarización de la vida cotidiana y resuena la tragedia de un campo político-intelectual diezmado por la renta infinita del capital. En ausencia de toda “liturgia transicional” estamos empozados bajo un “capitalismo alegre”, cuya oferta es una “democracia gerencial” centrada en manuales de “buenas prácticas”, donde la violencia extrema del institucionalismo derivó en un patíbulo corporativo que hoy busca administrar jurídicamente la heterogeneidad de la “revuelta” de octubre (cuerpos, pueblos, subjetividades) en los moldes del derecho. Aquí la razón neoliberal, con los nuevos transitólogos, obra desde un miedo a la potencia igualitaria de las multitudes y se esmera por todos los medios en restituir un “cuerpo dócil” durante el plebiscito del octubre. El rito constituyente puede devenir en un dispositivo disciplinario que, invocando el orden, termine elaborando el nuevo “pacto securitario” y obviando las subjetividades des-inscritas de la nueva trenza oligárquica.

Ahora bien, ¿cómo ubicar a nuestras élites conservadoras y progresistas en medio de esta intricada trama? El imaginario (post)transicional es el prejuicio juristocrático que pretende aplomar la heterogeneidad de la protesta social. En efecto, se trata de la administración jurídica de la diversidad desplegada en la fiesta popular de octubre. La post-transición, en su infinita impunidad, es el límite de lo posible para un elite sin capacidad hegemónica. De allí esa vehemencia por un “neoliberalismo constitucional”, pues por esa vía se reduce el campo popular (pueblo) a una “etnicidad ficticia” vinculada a la soberanía de los estados-nacionales.

Y así, bajo hedores inclasificables las elites conservadoras y neo concertacionistas están libradas a agudizar una “atmosfera negacionista” respecto a la potencia imaginal (popular y disruptiva) que tuvo lugar bajo la revuelta (18/0). Hoy, el enigma de las élites, su verdadera cripta, es cómo articular analfabetismo funcional (“indigencia simbólica”) con el texto de la “segunda modernización”. Las elites y sus empleados cognitivos -pastores letrados, politólogos del SERVEL y analistas de Chile 21- intentan manufacturar un nuevo “pipiolaje simbólico”, es decir, un rebaño de alto consumo, goce y conectividad. El paradigma de la “modernización acelerada” (1990-2010), que obedecía a una analogía entre crecimiento y desarrollo -más inversión extranjera-, ya no es parte de una secuencia analógica para superar una especie de “subdesarrollo exitoso”. Junto a la capitulación del laguismo -terapia de acuerdos de normalización y homogeneidad del mundo social- resulta absurdo insistir en el crecimiento económico como pivote del “consenso”.

En suma, si la (post) transición con su teoría de la gobernabilidad fue una fase institucionalista que recreaba la ficción narrativa del crecimiento con el léxico de la igualdad, hoy irrumpe un “capitalismo transparente”, “al descampado”, que no reclama ninguna retórica de validación, a saber, un “neoliberalismo desnudo” que no demanda narrativas, salvo fantasmas estadísticos (CADEM) y la perpetuación de la excepcionalidad. De tal suerte nos encontramos frente a una elite cautiva de la voracidad expansiva del capital (especulación, rentismo y oligopolios) librada a la velocidad suntuaria de la gestión financiera que genera las condiciones de su crisis hegemónica, pero no necesariamente los modos de restitución normativa de los grupos elitarios -y su ley de bronce-. Se trata de dos tiempos contrapuestos. De un lado, la velocidad de la acumulación medida en flujos mediáticos y, de otro, la trabajosa reconstitución de relatos, practicas institucionales y simulacros de participación.

A la luz de nuestro presente post-hegemónico (post-representacional) ha tenido lugar una confluencia entre políticos afásicos, líderes de matinales, reyezuelos de de tono liberal y una histeria sacerdotal que en nombre de la probidad representa el goce voluptuoso de un “decadentismo elitario”. Bajo este telón de fondo, tiene lugar la “precarización de la creatividad” donde las élites han renunciado a la “industria creativa” y de paso han condenado a los grupos medios a vivir “atados” al populismo estético del acceso clamoroso. ¡Vaya ocaso!

En medio de este panorama hemos constatado el exitoso revisionismo neo-conservador a la hora de dejar a los administradores progresistas del modelo sin legitimidad política. Ergo, la derecha capturó la narrativa viscosa de un “progresismo neoliberal” que siempre quiso ser elite y vestir de técnica la impunidad de la modernización pinochetista.

Por fin si de cortesanos se trata, el infranqueable Rectorado semiótico de Carlos Peña, verdadero “panóptico cognitivo”, ha recreado un jubiloso mecanismo deliberativo-consensual donde la modernización es el dispositivo que administra la disidencia y sanciona su interdicción. Tal Rectorado, de virtud, fortuna y consenso, se ha constituido en un “ángel de la guarda” del poder oligárquico por cuanto se ubica como el médium de la crítica posible. Y como Rectorado no hace más -pero tampoco menos- que aggiornar creativamente, merced a la “alta academia” y la “alta indexación”, la reconstitución de un poder soberano, flexible y capilar, sobriamente cincelado, donde se produce el “laissez faire” entre oligarquía y modernización.

Mauro Salazar J.
Académico y ensayista. Analista político.
Investigador en temas de subjetividad y mercado laboral (FIEL/ACHS)
mauroivansalazar@gmail.com