Caves (2004) atribuye la emergencia del concepto “urbanismo” a Cerdá, gran reformador de la ciudad de Barcelona de fines del S. XIX. Su intención fue crear una perspectiva de comprensión de la ciudad y que su desarrollo fuera más allá de la sola arquitectura para enfocarse en su organización espacial.

Con el transcurso de los años y el desarrollo de distintas disciplinas -que se ocupan del espacio y de la ciudad, tales como la geografía social, la sociología urbana, la planificación urbana-, se asumen dos cuestiones importantes: una, que la ciudad sólo puede ser pensada multidimensionalmente y, dos, que la organización del espacio urbano y el ordenamiento territorial obedecen a un principio rector que, aunque dinámico y cambiante, moldea el resultado.

Esta evolución permite comprender los distintos apellidos con los que se acompaña al concepto de urbanismo: táctico, ciudadano, neoliberal, de la desigualdad, sustentable, entre otras denominaciones.

Pese a esta diversidad, la hegemonía de la prioridad asignada al proyecto económico en el ordenamiento territorial es innegable. Esta concepción dominante no es en absoluto el producto de la confrontación de visiones, sino el resultado de fuerzas económicas que adoptan el espacio de la ciudad como lugar privilegiado para la circulación del capital privado transformándola en una “máquina de crecimiento”.

El caso de Santiago de Chile ha sido y sigue siendo un ejemplo paradigmático en este sentido. Las reacciones sociales y los pocos instrumentos de política urbana orientados, efectivamente, a garantizar el bien común en la ciudad en su conjunto, no logran contrarrestar la dependencia respecto de los mecanismos excluyentes del mercado inmobiliario, acentuando la desigualdad socio espacial.

En consecuencia, las decisiones a nivel urbano están restringidas a una elite política y económica, la capacidad de acción de los gobiernos locales es limitada (con escasas atribuciones y patrimonio propio), la ciudadanía está excluida de las instancias de debate sobre desarrollo de megaproyectos, públicos y privados, que afectan uno de los “aspectos decisivos de la vida”, el lugar que habitan; su ciudad, su comuna, su barrio.

La definición acerca de qué debe ser la ciudad y qué cualidades debe poseer, no puede ser dejada exclusivamente a la imposición de modelos derivados de discursos técnicos sobre tipos ideales, ni, tampoco, al efecto de las fuerzas económicas que hoy parecen gobernar el mundo. Esta definición debiera ser el resultado de un diálogo entre diversos agentes sociales, intento que, si bien enfrentará siempre límites individuales, materiales, culturales y políticos, puede instalarse progresivamente en la cultura para generar visiones alternativas a las existentes.

A modo de ejemplo, la decadencia progresiva y sistemática del centro histórico de la ciudad de Santiago, lejos de ser una situación atribuible a la migración extranjera o a la incapacidad del gobierno local de contener el deterioro físico y social de estos espacios (como lo intentan instalar los medios de comunicación) está en directa relación con el urbanismo neoliberal.

Sumado a lo anterior, está el desapego hacia la ciudad, que, como indica Armando de Ramón (2001), ha caracterizado el comportamiento histórico de las elites económicas, que huyen de la intensidad y los problemas urbanos que ellos mismos generan, para privilegiar una vida desarrollada en el perímetro del barrio habitado, conforman un crisol de desigualdad difícil de combatir.

Aunque para el discurso mediático y el sentido común, esto no tiene nada que ver con que el barrio Meiggs se haya transformado en un campo de batalla y, menos, con la violencia desatada en los barrios tomados por el narcotráfico.

Quizás, este velo sea la última condición de posibilidad que le va quedando a este modelo, por eso hay que luchar para levantarlo.

Ana María Álvarez
Investigadora del Centro de Investigaciones en Ciencias Sociales y Juventud (CISJU)
Universidad Católica Silva Henríquez.