El Festival de Cannes de este año, en su edición número 71, vive una profunda renovación. Ya no están los cineastas históricos y consagrados por los premios del certamen francés, como Ken Loach, Polanski, Assayas, los hermanos Dardenne y el italiano Sorrentino.

Esta vez son los nombres nuevos los que dominan la competencia, y entre ellos está el cineasta ruso Kirill Serebrenikov, nacido en 1969, que estrenó en la competencia de Cannes su octavo largometraje, titulado Leto (Verano).

Serebrenikov no pudo llegar al festival porque está preso en Moscú a causa de su oposición al régimen de Vladimir Putin. Su asiento quedó vacío en la función de gala de ‘Leto’, en el Gran Theatre Lumière.

Este filme ruso está basado en personajes reales y cuenta la historia de un grupo de jóvenes rockeros que viven e intentar crear buenas canciones en la opresiva Unión Soviética de los años 80.

El argumento sigue al joven Víktor Tsoi (interpretado por el coreano Teo Yoo) quien en Leningrado conoce a Mike (Roman Bilyk), un referente en la escena musical de la ciudad. Entremedio queda la novia de éste, Natasha (Irina Starshenbaum), en cuyas memorias se inspira justamente la película.

Con un trabajo preciso de cámara (la película se inicia con un espectacular plano-secuencia que sigue a los músicos en su recorrido a subir a un escenario), una magnífica fotografía en blanco y negro matizada con algunos breves fragmentos en colores, y una banda sonora omnipresente en la que suenan canciones de Lou Reed, Iggy Pop y mucho new wave, ‘Leto’ exuda energía y un ansia de libertad que se siente muy contemporánea. Con el impulso del rock, la película cautiva y logra el flechazo con el espectador.

Hay secuencias muy logradas, como cuando los jóvenes músicos cantan en un teatro en el que el público -joven como ellos- es vigilado de cerca por oscuros funcionarios que no los dejan pararse ni moverse en el asiento al ritmo de la música. También es irónica la mirada sobre la estructura soviética del poder, expresada a través de una supervisora que debe asegurarse de que las letras de las canciones de los rockeros no contengan mensajes desalentadores para el ideario comunista.

El mayor quiebre en el relato son los clips que intercala el director en medio del caminar cotidiano de los personajes, donde los hits de los ‘80 resuenan en las voces de transeúntes, viajeros del trasporte público y vecinos de a pie. Son quiebres que invitan a imaginar explosiones de libertad y alegría que en la realidad nunca se produjeron. Este recurso va generando un contrapunto de desánimo y melancolía, que invade progresivamente la película y sus personajes. Son deseos de volar y crear que pueden verse truncados por un sistema decadente y deshumanizado, que reprime primero y pregunta después.