Por:
Camila Rojas
Víctor Orellana

Izquierda Autónoma

Nadie gana con el estancamiento de la reforma a la educación superior. Su fracaso no será solo una derrota del gobierno, sino de todos quienes hemos luchado por reformas democráticas. En efecto, el escenario es sombrío: un Ministerio de Educación sobrepasado, universidades públicas divididas, el mundo político volcado a las elecciones, el movimiento estudiantil crecientemente aislado de la sociedad, y un proyecto de ley que consolida el mercado en educación. ¿Cómo hemos llegado hasta este punto? y ¿cómo podríamos salir?

La reforma educacional, como se sabe, excede con creces el tema propiamente educativo, y expresa la crisis de legitimidad de la política. Su entrampamiento en un pantano es la caída de toda la política en el inmovilismo. Esto agudiza la apatía, la desidentificación transversal con la política, y alimenta la constitución de una utopía restauradora, ante el vacío político que deja el fracaso de Bachelet. El retorno de Ricardo Lagos es, en muchos sentidos, el fracaso del movimiento 2011 de volver sus promesas realidad. Este momento reclama una autocrítica profunda y un cambio de estrategia de todos los actores sociales y políticos de cambio, quienes están y estamos genuinamente preocupados con el derrotero que ha seguido la política chilena.

Hemos subvalorado la enorme capacidad de presión política de los intereses económicos anclados en el sistema educacional, y los profundos grados de colonización de éstos sobre los partidos de la Concertación y el Gobierno. Hemos subestimado la capacidad intelectual de tales intereses para forjar una ideología firme y a la vez difusa, que vuelve fundamentalmente invisible a la reconstrucción de la educación pública como horizonte, y pone en el centro una serie de preocupaciones, por cierto atendibles, de regulación de los mercados y de los proveedores privados. No ha habido conciencia de cuánto el propio pensamiento progresista está preso de ella, delegándose la elaboración concreta de las reformas en técnicos incapaces de pensar fuera de tales límites, es decir, que naturalizan el carácter subsidiario del Estado. En lo esencial, no hemos sido capaces de decirle a la sociedad qué significa desmercantilizar los derechos sociales, y en particular la educación. Por eso nuestro adversario ha podido tomar la energía de la presión social, y transformarla en más subsidios al mismo sistema ya fracasado. Es la historia de la “gratuidad”.

Si esto fue posible fue porque primó un sentimiento de omnipotencia en la generación de 2011, dentro y fuera del gobierno, que subestimó la complejidad política, social y técnica de realizar un verdadero giro de timón. Sin proyecto, sin un programa claro sobre qué significa desmercantilizar, cada actor quedó reducido a su interés corporativo inmediato. Por tal motivo, el movimiento social no fue capaz de sostener la preocupación por interpretar el interés mayoritario de la población, cuando el problema dejó de ser decir lo que no se quiere, y comenzó a ser la construcción de lo que sí se quiere. Tal falencia no se resolvió aumentando la drasticidad de las formas de movilización. Todo lo contrario, esa idea confunde radicalidad política de los fines con el tipo específico de medios, y su único logro ha sido aislar todavía más a los estudiantes, y por ende, disminuir en los hechos su radicalidad. A pesar de los intentos, aún el movimiento no levanta la cabeza ni recupera su sentido genuinamente popular.

El estancamiento político de la reforma, por otro lado, no se debe sólo a que las fuerzas de cambio estemos fuera del control del Estado. Es cierto, la vieja política -NM incluida- no hizo ni hará los cambios. Pero hay que enfrentar el hecho de que, incluso, aunque las fuerzas emergentes hoy ajenas a las coaliciones más grandes fueran gobierno, y aunque hubiera mayoría parlamentaria del mismo signo, no tenemos una hoja de ruta clara que indique qué significa desmercantilizar y cómo se sale de la actual situación. No hay empeño mediático o evocación a la diversidad que logre subsanar este déficit. Tener las manos limpias es fundamental para la nueva política, qué duda cabe. Pero no basta. Si vamos a enfrentar a las fuerzas de la Restauración (al laguismo, al piñerismo, etc.), no podemos estar armados sólo de interpelaciones morales a su conducta. No vamos a cambiar el país sólo denunciando su injusticia. Tenemos que demostrar que, en los hechos, las cosas se pueden hacer distinto. Y concentrar nuestra fuerza social y política en dichos objetivos. Estemos o no en el gobierno.

Por ello la reforma educacional no puede ser abandonada como batalla. Al contrario, en ella nos jugamos buena parte de nuestro capital ante la sociedad, sobre nuestra verdadera capacidad de transformación, de propuesta y de radicalidad. Si la reforma fracasa, o peor, se profundiza el modelo -aún bajo el slogan de la gratuidad-, las fuerzas de la restauración prevalecerán. Hay que enfrentarlas en el espacio político de las reformas, con una mayor unidad a la forjada hasta este momento, con más amplitud, y con un horizonte claro en términos programáticos.

En tal sentido, no es posible desmercantilizar la educación -pensamos- si no se pone como primera prioridad la reconstrucción de la educación pública y su expansión en matrícula (sea por la vía de la apertura de nuevas vacantes o la recuperación del control público sobre instituciones que han sido privatizadas). Responder a los desafíos del siglo XXI transformando las instituciones públicas actuales es fundamental si se quiere recuperar terreno ante el mercado. Es la educación pública democrática, gratuita y moderna, y no un conjunto de prohibiciones punitivas al mercado, la salida principal de nuestra crisis educativa. Hay que regular a los proveedores privados, y por cierto varios de ellos pueden colaborar con el ámbito público y recibir aportes estatales; pero esto no resuelve lo fundamental del problema. Tampoco se debe abandonar a quienes hoy estudian en el sector privado. Hay que luchar para que los jóvenes, en el futuro inmediato, sean parte de instituciones públicas democráticas, gratuitas y de calidad.

Sin abandonar la disputa de la reforma en su totalidad, es fundamental concentrar fuerzas en la batalla presupuestaria, y evitar que se transforme, una vez más, en la subordinación de facto del Estado a los intereses privados. Si la coyuntura presupuestaria de los próximos meses deja más recursos a la educación pública, y por primera vez desde 1981, en 2017 la educación pública comienza a recibir más recursos y más estudiantes como tendencia, habremos avanzado políticamente. Si en 2017 más estudiantes de la educación privada lucrativa cursan estudios con gratuidad, sin duda tendrán más tranquilidad en sus vidas, pero no tendrá lugar una transformación del modelo ni de la sociedad. El problema de las fuerzas de cambio, entonces, es sobrepasar la demanda puramente económica para instalar un nuevo proyecto de expansión de la democracia. Ese es nuestro desafío, el de todas las izquierdas: transformar la fuerza social en fuerza política. Hay que empezar ya.

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