El daño no comienza con el fuego; comienza mucho antes, cuando dejamos de incomodarnos frente a la irresponsabilidad cotidiana y optamos por callar.

El incendio en el Parque Cordillera no es solo una tragedia ambiental ni un hecho puntual que se resuelve con brigadas y comunicados. Es, sobre todo, un espejo incómodo. Nos devuelve una imagen que preferimos no mirar: en Chile no existe una cultura sólida del cuidado del entorno, y ese déficit es transversal.

No se trata únicamente de educación ambiental ni de la ausencia de campañas. Es una conducta instalada. En los cerros —que muchos dicen amar— se bota basura con naturalidad, como si el espacio común no fuera de nadie.

Junto a los desechos aparecen prácticas aún más graves: colillas encendidas, botellas de vidrio, restos de comida y materiales inflamables. Todo queda ahí, a la espera del viento, del calor, del descuido final.

Por eso, lo que hoy vemos —incendios, degradación de ecosistemas, pérdida de biodiversidad— no es una casualidad ni un accidente aislado. Es la consecuencia directa de conductas humanas normalizadas durante años. Pagamos, como sociedad, el costo de haber relativizado el daño; de haber mirado para el lado cuando botar basura dejó de parecernos grave y pasó a ser “lo normal”.

Con frecuencia culpamos a las empresas por apropiarse de cuanto terreno existe, y muchas veces con razón. Pero esa crítica suele omitir una verdad incómoda: la responsabilidad individual, entendida como suma social, casi no existe. El ciudadano común —nosotros— también forma parte del problema. Somos nosotros, nosotros mismos.

Hay presupuesto para levantar más locales de comida rápida, pero no para cuidar seriamente los entornos naturales que decimos valorar. Y hay algo aún peor que la basura y el vidrio: el silencio de los buenos.

Una filósofa advertía que los grandes problemas del mundo no derivan solo de las malas acciones, la corrupción o la violencia, sino también —y en mayor medida— de la actitud contemplativa de ese otro medio mundo que cree que los problemas de “los otros” no le conciernen.

Mientras sigamos entendiendo el deterioro ambiental como un asunto ajeno, de terceros o del Estado, reaccionaremos siempre tarde. El daño no comienza con el fuego; comienza mucho antes, cuando dejamos de incomodarnos frente a la irresponsabilidad cotidiana y optamos por callar.

Romper ese silencio también es una forma de cuidado. Y hoy, más que nunca, es una urgencia colectiva.

Nicolás Ward Edwards
Periodista
Máster en Dirección de Comunicación Corporativa

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