Cuando alguien desaparece sin explicación, no es desinterés ni misterio: es miedo, historia emocional y un yo que se desborda ante la cercanía. El ghosting no habla de tu valor, habla de su fragilidad.
Hace poco tuve que actualizar mi vocabulario. Una paciente adolescente me habló del ghosting y yo quedé con cara de Windows 98. Claramente hay una brecha generacional entre su TikTok y mi agenda de papel.
Así que, movida por una mezcla de curiosidad profesional y espanto existencial, hice lo que cualquiera haría frente a un fenómeno tan humano como vergonzoso: lo busqué en ChatGPT.
El caballero digital, con su tono monocorde y su cortesía sobrehumana, me explicó que el ghosting consiste en “desaparecer sin dar explicaciones en un vínculo, ya sea amoroso, amistoso o laboral”.
Se esfuma así, de la nada. Un día te dicen “qué rico hablar contigo” y al siguiente se evaporan en la niebla, al más puro estilo de Carlos Pinto.
En buen chileno: te hablan, te endulzan el oído y, cuando bajas la guardia, se esfuman.
Es como tener una relación con un fantasma, pero sin lo tierno, ni las cucharitas…ni lo mínimo de decencia humana.
Hasta aquí podríamos pensar que el ghosteador es solo inmaduro, flojo emocionalmente, con déficit de empatía y exceso de egocentrismo. Pero la cosa no va por ahí.
El ghosting —aunque parezca millennial— tiene raíces más antiguas que TikTok: es una defensa frente a la angustia que provoca un vínculo real. Y como toda defensa, opera en silencio, casi automática, sin que la persona se dé cuenta de lo que está evitando.
Por eso su desaparición no suele ser planificada: es más bien un acto reflejo, una huida instintiva frente a un afecto que se les vuelve demasiado grande, demasiado real o demasiado parecido a algo que ya les dolió.
Porque relacionarse de verdad implica exponerse: mostrarse imperfecto, permitir que alguien vea grietas que uno preferiría ocultar, arriesgarse al desencuentro y confiar sin garantías. Una relación sana no es un refugio blindado, es un espacio vivo donde ambas personas se atreven a decir lo que sienten, a equivocarse, a reparar, a pedir y a recibir.
Amar, al final, es sostener el propio deseo sin saber cómo terminará la historia. Para quienes crecieron sin un afecto estable, esa apertura no es bonita: es un abismo. Lo que para otros es vulnerabilidad, para ellos es caída libre. Y ante esa expectativa emocional, lo más fácil no es quedarse. Es desaparecer.
El ghosteador: cuando desaparecer es sobrevivir
Freud decía que cuando algo nos angustia, nos defendemos como podemos. Nos llenamos de actividades, minimizamos, le hacemos el quite a la emoción. No por cobardía, sino porque sentirlo todo de golpe sería demasiado. Evitar un rato es humano; quedarse atrapado en la evitación es el problema.
Y cuando uno se queda pegado ahí, la emoción busca otro camino: aparece en sueños raros, en contracturas que no aflojan, en insomnio, en arritmias “nerviosas”, en colon irritable, en irritabilidad o en esa tristeza sin nombre que cala hondo.
En simple: lo que no procesas se filtra igual. El silencio no borra el conflicto; solo lo desplaza. Y aunque por fuera parezcan tranquilos, “ocupados” o indiferentes, por dentro suelen vivir un nivel de tensión que no calza con la historia superficial que cuentan. No resolvieron nada: solo lograron postergar el impacto.
El ghosteador no se borra porque no sienta. Se borra porque siente demasiado y no sabe qué hacer con eso. Huye del conflicto que no puede nombrar, del deseo que lo inquieta y de la culpa que no quiere enfrentar. Winnicott decía que quienes se relacionan así suelen no haber conocido un ambiente facilitador: ese espacio donde uno puede existir, fallar y aun así sentirse sostenido.
Sin eso, la intimidad no reconforta: asusta. Antes de ser abandonados, abandonan ellos. No es frialdad: es supervivencia.
Melanie Klein agregaba que algunos no soportan la mezcla entre amor y rabia, entre deseo y frustración. No toleran la ambivalencia, así que eliminan el vínculo. Desaparecer es más fácil que admitir que el otro importa.
Y André Green lo resumió con brutal claridad: cuando el dolor y el deseo se vuelven demasiado, algunos se refugian en el vacío. Se apagan. Enmudecen. Se desconectan.
Cuando el miedo a depender se hace adulto
Quienes temen depender aprendieron muy temprano que acercarse podía doler. Crecieron con figuras que estaban a medias: presentes, pero no disponibles; cerca, pero no presentes.
Ese vaivén enseña una lección silenciosa: no pidas, no esperes, no te entregues.
En la adultez ese miedo se disfraza de autosuficiencia. Parecen livianos, independientes, prácticos. Pero basta un poco de afecto real para que todo se active: no se asustan del otro, se asustan de lo que ese otro despierta.
La posibilidad de necesitar se vive como amenaza. La posibilidad de perder, como tragedia. Así, cuando sienten cariño de verdad, aparece el antiguo reflejo: retroceden, se enfrían, se apagan. No es desinterés: es un “no necesito a nadie” aprendido para sobrevivir.
Desaparecen justo cuando la historia empezaba a tomar forma. La intimidad no los derrite; los desarma. Y al que queda del otro lado…sí, duele.
Duele el silencio, el mensaje sin respuesta, la frase que nunca llegará. Duele quedar suspendida entre esperar, soltar o dignarse.
El ghosting tiene esa crueldad muda: transforma la evitación del otro en una duda sobre tu propio valor. Pero una vez que pasa el torbellino, la verdad aparece limpia: no eras tú quien no valía; era el otro quien no podía sostener un vínculo.
El ghosting revela algo de época: hay personas que confunden paz con evasión y silencio con madurez. Y aunque suene extraño, que alguien desaparezca a tiempo puede ser una suerte de bendición: te libera de cargar con angustias que no te pertenecen.
Así que no insistas. No interpretes el visto. No busques señales donde solo hay ausencia. Hay silencios que no son enigmas: son respuestas.
A veces el cierre no llega con palabras: llega con claridad. A veces el silencio del otro es el prólogo de tu propio regreso.
Porque cuando alguien se borra, te deja frente a la única presencia que realmente importa: tú. Y ahí, en ese espacio que parecía vacío, aparece una verdad simple: mereces alguien que dé la cara, no alguien que la desaparezca. Alguien que esté, no alguien que se disuelva.
El ghosting no es un final trágico. Es un filtro. Y deja pasar solo a quienes realmente pueden amar.
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