Lo más grave es la opacidad. No existe un sistema público de seguimiento ni reportes periódicos de avance. Nadie puede saber con claridad cuántas viviendas se han construido, cuánto se ha gastado o qué obstáculos frenan cada proyecto. Sin transparencia ni rendición de cuentas, la reconstrucción se transforma en un proceso sin dueño.

Desde el año 2023, Chile insiste en aplicar un modelo de reconstrucción post desastres sustentado en el artículo 41 de la Ley de Presupuestos. Cada desastre ocurrido activa el mismo libreto: un comité interministerial, una serie de decretos y un relato de coordinación institucional.

Pero tras dos ciclos anuales de uso, el balance es desolador. Ninguno de los procesos iniciados bajo este esquema muestra resultados alentadores, y la sensación general es que el modelo administra la emergencia, pero no reconstruye ni aprende.

El artículo 41 fue concebido para dar agilidad y coherencia al gasto público post desastre. Sin embargo, terminó convertido en un mecanismo de trámite más que de gestión.

El Ministerio de Desarrollo Social y Familia, llamado por ley a coordinar el Comité de Reconstrucción, ha ejercido un liderazgo débil, burocrático y distante de los territorios. Ni la ministra ni el gerente designado para la reconstrucción han logrado imprimir dirección ni urgencia. Ambos encabezan un modelo que acumula diagnósticos y promesas, pero carece de ejecución, fiscalización y control efectivo.

En Viña del Mar y Quilpué los resultados hablan por sí solos: familias que aún viven en condiciones precarias, permisos que se empantanan en los municipios y Minvu, y obras que se licitan tarde o simplemente no parten. El Estado celebra subsidios asignados, pero no declara viviendas entregadas, quizás porque le avergüenza las magras cifras.

Lo más grave es la opacidad. No existe un sistema público de seguimiento ni reportes periódicos de avance. Nadie puede saber con claridad cuántas viviendas se han construido, cuánto se ha gastado o qué obstáculos frenan cada proyecto. Sin transparencia ni rendición de cuentas, la reconstrucción se transforma en un proceso sin dueño. Las familias no solo enfrentan la pérdida material, sino también la incertidumbre de no saber cuándo volverán a vivir con dignidad.

El contraste con otras experiencias internacionales es revelador. Tras el terremoto de Christchurch, Nueva Zelanda creó una autoridad especial (CERA) con poderes para reasignar suelo, aprobar permisos y ejecutar obras sin trabas administrativas. En Perú, la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios (ARCC) profesionalizó el proceso con una Oficina de Gestión de Proyectos (PMO) que estandariza contratos, monitorea avances y publica reportes públicos de cumplimiento. En Japón, la reconstrucción post tsunami de 2011 se planificó con metas multianuales y control ciudadano, asegurando continuidad más allá de los gobiernos.

Chile, en cambio, sigue creyendo que la coordinación basta para producir resultados. Y no basta.

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