Sean expertos, orgánicos, escolásticos o multiplataformas, los jóvenes ya no miran a los intelectuales chilenos con los ojos de antes, pues sienten que han abandonado lo que los hacía grandes, que es hacerse preguntas para difundir el amor a la verdad, publicitándose sólo una vez que tuvieran sus ideas bien pensadas.

Una serie de columnas publicadas por Alfredo Joignant durante las últimas semanas en el medio digital El País han invitado a reflexionar sobre la situación de los intelectuales en el mundo, pero especialmente en Chile.

El énfasis de esta discusión ha estado puesto principalmente en la falta de incidencia que tienen las ideas de estos selectos en el transcurrir de la realidad política hoy, dicho de otro modo, en la débil capacidad que tienen sus “profundas” palabras para convertirse en acción transformadora. Esta es la clásica pregunta del filósofo español Ortega y Gasset, de quién se desprenden luces para abordar el tema.

Según Ortega y Gasset el intelectual es aquel que lleva al extremo la célebre frase que acompaña a toda su obra: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Se trata de una figura que conoce la responsabilidad que tiene con todo lo que lo rodea y constituye, al saberse consciente del talento, la fuerza y la fortuna que le ha dado la vida.

El intelectual tiene la misión de organizar el saber, darle una dirección y un sentido a su sociedad. Su función es la de “aclarar” las cosas, no sólo en cuanto despejar la confusión que hay sobre el destino de una época, sino también de ejemplificar las luces que puede tener el uso de la razón en la vida pública.

Sin embargo, este modelo pareciera agotado. De modo preciso, Daniel Innerarity diagnostica que en nuestra sociedad del (des)conocimiento la relación vertical que supone el concepto intelectual tambalea. Las bellas ideas de Ortega y Gasset están hechas para articular una élite dirigente de la masa a modo de autoridad jerárquica, lo que a todas luces se enjuicia hoy como un hecho pre-democrático para los avances educativos, cognitivos y sociales de los que somos testigos.

No es que estemos a falta de síntesis o visiones de conjuntos, sino que toda perspectiva teórica trabajada no puede ser imperativa ni punto final por provenir de una determinada personalidad autorizada, pues la cuestión social ha adquirido tal complejidad que resultaría ilusorio no reconocer puntos ciegos ni poner atención en otros aportes que tengan mucho que complementar.

El prestigio de los intelectuales opera cuando son pocos y si el saber es escaso, lo que no coincide con una población cada vez más ilustrada y de redes de información abiertas y expandidas. A diferencia de lo que sugieren las columnas de Alfredo Joignant, el ocaso de la influencia de los intelectuales no representa solo una amenaza para la democracia, sino también una muestra de sus avances.

Si la voz de un académico ya no tiene la fuerza que tenía antes es porque el poder que arrastraba se ha expandido ahora en otros pensadores más que también emprenden una búsqueda propia del qué hacer con la política.

Figuras “totales” como las de Jean-Paul Sartre no son ni pertinentes, ni deseables, ni extraordinarias en tiempos donde lo que menos necesitamos es una fanaticada que siga las sagradas escrituras de un autor, sino individuos autónomos que no se dejen convencer con facilidad, y ponderen su propio punto de vista, navegando por una pluralidad de voces que tratan de interpretar lo que está pasando.

Influencia de las ideas

Intuyo que no estamos en tiempos donde cabe gastar energía en preguntas tan anticuadas como la de la “eficacia pública” de los intelectuales, pues lo cierto es que la fuerza de las ideas tan solo se ha desconcentrado. Es más, preocuparse por la influencia de las ideas antes que en las ideas mismas que se producen resulta un síntoma evidente del declive intelectual que se observa en la esfera pública.

Un intelectual no es un tipo que debiese ocupar su jornada en darse a conocer, menos aún en acumular poder. Un intelectual debiese trabajar sus ideas, para que ellas adquieran tal potencia que por sí solas logren ser convocantes. Los grandes intelectuales son a su vez grandes preguntones, quienes en el sencillo arte de pensar se encuentran a sí mismos, su verdad. Lo que creo que está en declive es el interés intrínseco en las ideas.

Los medios de comunicación están llenos de personajes que buscan “hacerse ver” y “pegar”, ser tendencia. De la Democracia de audiencias de Manin —que le daba a los intelectuales una posición privilegiada para informar el juicio del público ciudadano— hemos pasado a una Democracia TikTok, donde los intelectuales están más preocupados de recibir visitas que de entregar conceptos pulcros, sugerentes e imaginativos.

Antes que “cartografiar” toda una tipología de intelectuales, medir las redes de influencia de cada uno, y alarmarse por la irrupción de personajes de ultraderecha en las pantallas, me parece mucho más importante preguntarnos qué rol estamos esperando de este grupo de selectos, para qué sirven todavía, y cómo poder distinguir un trabajo honesto y de calidad de uno vacío, que se hace con el único fin de obtener repercusión.

El sabio

Respecto al último punto, y sin ánimos de moralizar el debate, me parece que la figura del intelectual peca de estar tremendamente disociada de la del sabio, y es por tal condición que no está cumpliendo su cometido.

Los sabios son antiguos sujetos que educan el alma y entregan las claves necesarias para que cada uno se atreva a conocerse a sí mismo y actúe en pos de alcanzar una buena vida. Los sabios no son verticales, pues se asumen ignorantes, admiten que saben que no saben, y se abren a escuchar y ser tocados por sugerencias de otros.

Además, sus ideas no tienen alcances solo por lo certero de su razonamiento, sino producto de la belleza que manifiesta su forma de pensar. Lo que transmiten los sabios entra también por el corazón, no solo por la cabeza.

En definitiva, los sabios son seres auténticos y sensibles, que conocen bien los límites de su razón, y han trabajado sus inclinaciones espirituales, de modo que no agotan sus esfuerzos en controlar una situación para acaparar miradas, sino en tratar de comprenderla para sencillamente señalar su punto de vista, una vez que tienen preparado algo significativo que decir.

La pregunta que se hacen los intelectuales sobre como aumentar la eficacia de sus mensajes da cuenta de la razón que tiene la ciudadanía de no considerarlos ni hacerlos relevantes, pues es una pregunta poco y nada pertinente en un mundo en que las ideas se han empobrecido.

Sean expertos, orgánicos, escolásticos o multiplataformas, los jóvenes ya no miran a los intelectuales chilenos con los ojos de antes, pues sienten que han abandonado lo que los hacía grandes, que es hacerse preguntas para difundir el amor a la verdad, publicitándose sólo una vez que tuvieran sus ideas bien pensadas.

En plena academia acelerada e hiper-estandarizada, que enjuicia a autores emergentes más por sus métricas en revistas indexadas antes que sentarse a leer sus argumentos, y que para más remate se ha vuelto adicta a las apariciones vulgares por redes sociales ¿Vale la pena hacer sus ideas más eficaces?

Nicolás Tobar Jorqurera
Sociólogo y Magíster (c) en Ciencia política, Universidad de Chile

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