Resulta evidente que experimentamos como sociedad tiempos difíciles en lo que refiere a un tema relevante como lo es la seguridad pública. Las imágenes y registros publicados en nuestro espacio cotidiano de intercambio, que son las redes sociales, además de lo refrendado por los medios de comunicación más formales, ayudan a conformar la percepción instalada y comúnmente verbalizada de que la delincuencia está en descontrol. Y que el sistema estatal estaría fracasando en una de sus empresas más importantes, que es asegurar la paz y tranquilidad a sus ciudadanos.

Lo anterior se suma a los cuestionamientos que no solo recibe la autoridad estatal-política sino también otras instituciones, como la academia, respecto a su rol y aporte en la construcción de una sociedad pacífica y justa, a través de la generación y difusión de conocimiento en busca de la solución de los problemas sociales más urgentes como este.

En tal sentido, es notorio el hecho que no abundan en el debate social intentos de explicación y abordaje con cierto rigor y carácter técnico respecto al tema de la delincuencia. Muchas de las explicaciones que se plantean son construidas y replicadas desde el prejuicio y la ignorancia, con notoria intencionalidad y parcialidad, buscando construir cierto ambiente proclive a una toma de decisiones menos reflexiva y con escaso sustento científico. En este clima social no resulta extraño que se intente buscar “chivos expiatorios”, atribuyendo estos aumentos en la criminalidad a la presencia o acción particular de grupo específicos: migrantes, jóvenes o drogadictos.

Ante esto, la academia, creo, no puede permanecer en silencio. Durante años, diversos grupos de investigadores y profesionales pertenecientes a diversas ramas de las ciencias sociales, muchos de ellos trabajando en la institucionalidad (Gendarmería, SENAME), se han hecho la pregunta respecto a “por qué algunos delinquen” y “qué es lo que funciona”. Esto último en relación a los intentos de “rehabilitación” o, como se aborda más específicamente, la “reinserción social”.

Y sí, ya tenemos algunos resultados de ello: tanto en nuestro país como en realidades tan distintas como Canadá, España, Estados Unidos, Reino Unido, se ha comprobado que, si bien la delincuencia es un fenómeno asociado a la adolescencia, esta no es un prerrequisito para ello. Lo mismo que la pobreza material-económica o el consumo problemático de drogas. Se trata de un fenómeno multivariado, intrínsecamente asociado a las condiciones socioculturales y económicas en que se desarrolla la vida de muchos niños y niñas, y ligado indisolublemente a experiencias de maltrato/negligencia en sus entornos más inmediatos.

Asimismo, se puede entender desde el estudio de las trayectorias vitales de los sujetos que han persistido en la conducta delictual cómo hay factores, como historias familiares poco nutritivas, que no pueden ser modificados. Sin embargo, sí hay otros factores que sí pueden serlo, como las actitudes y comportamientos favorables al delito (como escasa problematización respecto al delito, asociación con pares delictuales, consumo de sustancias, entre otros). Estos último pueden ser, y lo son, objetos de intervenciones profesionales específicas, secuenciadas, observadas y medidas, que aspiran a la baja de lo que se ha determinado como riesgo de reincidencia.

Para muchos estos conceptos pueden resultar poco creíbles y sostenidos en las fantasías románticas de académicos y cientistas sociales enamorados de sus propias ideas. Pero lo cierto es que también acá en Chile se ha desarrollado una comunidad silenciosa pero consistente de investigadores, docentes, difusores y operadores del sistema penal, tanto juvenil como adulto, que no solo se han dedicado a estas labores si no que han ayudado al surgimiento de una masa crítica que sostiene estos avances.

Como en muchos ámbitos del conocimiento, nuestro país posee los recursos humanos suficientes en cantidad y calidad como para emprender el desafío de enfrentar con decisión y energía la demanda cierta de nuestra sociedad de soluciones serias y eficientes al tema de la delincuencia. Sin embargo, dichos recursos humanos requieren formación y capacitación además de espacios donde la generación de nuevo conocimiento y tecnología asociada al enfrentamiento de estos fenómenos sigan las reglas que nos indican las ciencias sociales. Y que las prácticas asociadas y orientadas al logro de la ansiada reinserción social sean permanentemente revisadas y optimizadas. He ahí el rol de la academia frente a este estado de cosas. Es esta institución quien debiera liderar técnicamente esta empresa, suministrando al aparato estatal a cargo del sistema penal, la mejor ciencia y tecnología al servicio de estos fines.

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