Más que un péndulo que oscila desde la extrema izquierda a la extrema derecha de forma abstracta, creemos que el voto motivado por la rabia de los ciudadanos de hace cuatro años pasó a ser un voto de temor que busca seguridad.

Rabia, enojo, enfado, encono, bronca son términos empleados como sinónimos en el lenguaje corriente. Se trata de sentimientos que todos hemos expresado muchas veces ante situaciones que nos afectan; sentimientos individuales, que pueden manifestarse, además, colectivamente en el ámbito social.

La rabia acumulada remece, empuja y excita a las multitudes. Lamentablemente, lo hace con sesgo y ceguera.

Desde tiempos inmemoriales, la bronca que expresa resentimientos reprimidos ha sido un vector movilizador que ha modelado la historia. Las grandes revoluciones y cambios estructurales en los sistemas políticos, sociales, religiosos, económicos han sido motivados por el sentimiento de injusticia de los insurgentes, canalizado por liderazgos que lo estructuran para dar curso a cambios radicales una vez conquistado el poder.

Lo que sucede después es otra vaina, y no siempre adecuada para remediar las injusticias. Como es lógico, el cambio de poder genera sus propias contradicciones, provocando nuevos y, a veces, mayores resentimientos. Ley básica de la dialéctica hegeliana; ni más ni menos.

El voto de rabia

La rabia se incrementó en Chile en los últimos años, hasta convertirse en un motor de la lucha política. Movilizaciones, marchas, ataques incendiarios, actos terroristas y revueltas encuentran su sustento en el resentimiento, a veces sabiamente explotado por una élite que no sufre precisamente de situaciones de injusticia.

Esa enorme bronca se transformó, durante estos años, en una suerte de vorágine arrasadora. Se manifestó en la Macrozona Sur, las universidades y liceos públicos, en las calles. Y lo hizo por todo el país, aglutinando a amplios sectores de la sociedad en busca de un mejor acceso al bienestar y al consumo, así como de una mayor igualdad.

El “estallido social” fue la máxima —pero no la única— manifestación de esa rabia colectiva que buscaba una salida de fuerza que se perfilaba para la toma del poder. Hubo momentos aciagos en los que se expresó con odio y fuego.

El gobierno que termina su mandato en unos meses más, llegó al poder impulsado por esa corriente de encono. Traía bajo el brazo un discurso de revancha que debía plasmarse en una nueva constitución para un Estado plurinacional. Se instaló en La Moneda con un relato repleto de símbolos, estandartes prestados y seguidores a menudo carentes de credenciales y experiencia.

Le bailaron masivamente las tesis que denunciaban a los violadores-abusadores del gobierno precedente y a la policía, y fue bendecido con rituales y sahumerios el día de su asunción.

Y la rabia fue de a poco canalizada institucionalmente en un proceso que resultó positivo para Chile: se contuvieron las marchas en las calles y disminuyeron la violencia política, los atentados extremistas y las movilizaciones; los retiros de fondos de pensiones ya no fueron reclamados, hubo menos huelgas en la administración pública y las feministas detuvieron sus “performance”, dándose por satisfechas con un gobierno con “perspectiva de género”.

De la decepción al temor

Pero los problemas de fondo que los ciudadanos afrontan cotidianamente no fueron abordados adecuadamente. Donde no hubo error, hubo dejación e improvisación; no en todos los aspectos, pero en muchísimos.

Empeoró la educación y la falta de vivienda se convirtió en un drama. La frontera norte se transformó en un pasadizo; reaparecieron los campamentos y las tomas ilegales. Las colas en los hospitales aumentaron; la cesantía y el empleo informal se dispararon; los tramposos permisos obstaculizaron la inversión y el crecimiento se estancó. La impresión generalizada percibida por la gente fue la de inexperiencia, descuido y desprolijidad.

Entrampado entre la acusación de violación y abuso sexual del exsubsecretario del Interior —nada menos que encargado de la seguridad—, la inoperancia para afrontar los desastres de un megaincendio que causó numerosas muertes, la venta fallida de la casa de Salvador Allende, junto a la corrupción en las fundaciones creadas por los amigos del poder, el gobierno sufrió un marcado desgaste de credibilidad, cuestionándose su desempeño.

Pero no fue todo, ya que la inseguridad reinante, producto del crimen organizado y el narcotráfico, así como una inmigración masiva descontrolada, instalaron una percepción de profundo temor en la ciudadanía, condicionando radicalmente el debate público. Así fue como, a la decepción, se sumó el miedo.

El voto del miedo

Vivimos con miedo. Es la frase que hemos escuchado reiteradamente en este último tiempo, sobre todo, durante la reciente campaña electoral. Esta observación, manoseada hasta el hastío, no es, sin embargo, infundada. Bien lo saben las mujeres que vuelven del trabajo por la noche, los ancianos que se encierran en sus casas al atardecer, los dueños de restaurantes y farmacias, los taxistas y todos quienes temen a los delincuentes en las grandes ciudades.

Algunos estudios recientes han concluido que nuestro país es donde la percepción de inseguridad es una de las más altas de Latinoamérica, aun cuando las cifras desmientan categóricamente esta percepción. Es cierto que existen menos delitos violentos que en otros países, pero, paradójicamente, sentimos más miedo. Tal vez sea porque no estábamos acostumbrados a tanta delincuencia desatada y a su alto grado de violencia.

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Kast candidato, Kast presidente Lunes 15 Diciembre, 2025 | 09:12

En el plano internacional, observamos una serie de situaciones extremadamente apremiantes. A las numerosas guerras y amenazas de todo tipo, con riesgo de hacer colapsar nuestra civilización, se suman las catástrofes climáticas debido al calentamiento y desgaste del planeta, sin que se alcancen acuerdos para frenar la debacle.

En nuestro país, la caída demográfica es una bomba de tiempo, como lo es el alto desempleo, una enfermedad grave imposible de costear, las pensiones insuficientes para vivir… Esto inquieta y atemoriza a la gente. En lo delictual, las cifras muestran incrementos de crímenes y delitos, la presencia creciente del narcotráfico, no solo en las poblaciones, sino también en las instituciones del Estado; los secuestros, robos, portonazos son pan amargo de cada día. Tememos a la bala loca en un niño, al motochorro, el lanzazo con cuchillo. El miedo se amplifica y paraliza.

Así, la falta de seguridad se presenta como el problema principal a resolver. De ahí, probablemente, el fracaso de la candidatura de Jeannette Jara, exministra de este gobierno, percibida como la encarnación de una continuidad ineficiente en la materia, a la que su propio partido supo ser infiel durante este mandato.

Y de ahí también el triunfo de José Kast, quien basó su programa en la necesidad de instalar un gobierno de emergencia para afrontar principalmente la inseguridad.

Más que un péndulo que oscila desde la extrema izquierda a la extrema derecha de forma abstracta, creemos que el voto motivado por la rabia de los ciudadanos de hace cuatro años pasó a ser un voto de temor que busca seguridad.

Es de ese miedo del que deberá preocuparse el gobierno de Kast para sanar un país enfermo. Esperamos, por cierto, por el bien de Chile, que los resultados lo acompañen.

Abogamos, sin embargo, para que la eficiencia de las medidas adoptadas no afecte nuestras libertades ni otros derechos fundamentales. Observando algunos de sus partidarios, estimamos que podría tratarse de un riesgo ante el que deberemos mantenernos en alerta.