Las relaciones entre Chile y Bolivia han estado marcadas por una historia compartida de desencuentros, sospechas y oportunidades desaprovechadas.

En más de una ocasión, los intentos de acercamiento bilateral se han visto entorpecidos por contactos informales, falta de transparencia o agendas políticas circunstanciales. Por ello, todo proceso de diálogo exige asumir errores, reconocer la fragilidad del momento presente y, sobre todo, resguardar con claridad los intereses permanentes de Chile.

Relación Chile – Bolivia: estratégicamente conveniente

Una relación constructiva con Bolivia no solo es deseable: es estratégicamente conveniente. La estabilidad del norte chileno —particularmente de sus zonas fronterizas— depende, en buena medida, de contar con un vecino que funcione institucionalmente.

Hoy, esa condición está en entredicho. La crisis boliviana se manifiesta en una oposición perseguida, líderes encarcelados o en el exilio, censura a la prensa y un preocupante deterioro del Estado de derecho. La prisión de la expresidenta Jeanine Áñez y del gobernador Luis Fernando Camacho son solo dos síntomas de un cuadro mayor.

Este debilitamiento institucional ya tiene efectos concretos en nuestro país: aumento del contrabando, del narcotráfico, de la trata de personas y de la migración irregular, afectando la seguridad en localidades altiplánicas como en Arica, Iquique y Antofagasta. En este contexto, cualquier política exterior hacia Bolivia debe incluir activamente a las comunidades del Norte Grande como actores legítimos del diseño y ejecución de esa relación.

Chile no puede permanecer indiferente

La experiencia reciente ofrece lecciones que no pueden ignorarse. La llamada “Agenda de los 13 puntos”, que incluyó la posibilidad de discutir una salida soberana al mar para Bolivia, generó expectativas que terminaron siendo insostenibles. Aquello derivó en la demanda boliviana ante la Corte Internacional de Justicia en 2013, y más tarde en la controversia del río Silala. La improvisación, la ambigüedad y los contactos reservados, lejos de contribuir a la solución de los problemas, abrieron nuevos frentes de tensión.

Por ello, repetir fórmulas pasadas, especialmente con actores que fueron parte del problema, sin una hoja de ruta clara, compartida y conocida por la ciudadanía, representa un riesgo innecesario. La ambigüedad ha sido históricamente el preludio de los conflictos.

Tampoco puede caerse en la tentación de utilizar la política exterior como herramienta electoral. Convertir las relaciones internacionales en instrumentos de campaña debilita la confianza, distorsiona los gestos diplomáticos y deteriora la posibilidad de construir acuerdos duraderos.

A lo anterior se suman factores geopolíticos que deben observarse con atención. Los acuerdos recientes de Bolivia con países como Irán y su creciente dependencia del petróleo ruso revelan un alineamiento internacional que no puede ser ignorado. Estas decisiones proyectan señales inquietantes para la región, y Chile no puede permanecer indiferente.

Expectativa que siguen vivas

Finalmente, persisten en Bolivia narrativas revanchistas que dificultan un entendimiento. Aunque la Corte de La Haya fue clara al señalar que Chile no tiene la obligación de negociar una salida soberana al mar, esa expectativa permanece viva en una parte de la dirigencia política boliviana y está incluso inscrita en su Constitución.

Ignorar este hecho es fomentar nuevas frustraciones, y con ellas, nuevos conflictos.

Chile debe apostar por una relación bilateral basada en la estabilidad, el desarrollo compartido y el respeto mutuo. Pero ello exige aprender de la historia, evitar los errores del pasado y no improvisar soluciones fragmentadas.

Lo que se necesita es una arquitectura institucional sólida, transparente y plural, donde la memoria histórica no sea un lastre, sino brújula del futuro.