Casi ni una gota de lluvia en 18 meses. En Hargududo, una aldea de la región Somalí, en Etiopía, los habitantes muestran a la AFP los cadáveres secos de cabras, vacas o asnos, desperdigados un poco más allá de las chozas con tejado de paja.

En abril, en teoría uno de los más lluviosos del año, el aire seco quema y la tierra está polvorienta y estéril debido a la sequía en Etiopía, uno de los países más empobrecidos de África.

Una gran parte del ganado de las 200 familias seminómadas de la aldea ha muerto. “Quienes tenían, digamos, 300 cabras antes de la sequía ya no tienen más que 50 o 60, y en algunas casas […] ninguna ha sobrevivido”, explica uno de los habitantes, Husein Habil, de 52 años.

Desde finales de 2020, aquí, como en otras regiones del sur del país, o como en las vecinas Kenia y Somalia, prácticamente no ha llovido. En Etiopía, esta catástrofe humanitaria se suma a la provocada en el norte por el conflicto de la región de Tigré.

La Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) calcula que en Etiopía, entre 5,5 y 6,5 millones de personas padece una grave inseguridad alimentaria a causa de la sequía.

Según la OCHA, casi 1,5 millones de cabezas de ganado habrían muerto a causa de la sequía actual en el país, y casi dos tercios de estas, en la región Somalí.

Para las poblaciones nómadas o seminómadas de esta región, el ganado es fuente de alimento e ingresos y constituye, además, todos sus ahorros.

La peor sequía "jamás vivida" destroza las vidas de los nómadas de Etiopía
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“Éramos puros nómadas antes de esta sequía: dependíamos de los animales para la carne, la leche y los vendíamos”, recuerda la Tarik Mohamed, una ganadera de 50 años de Hargududo, a unos 50 km de Gode, principal ciudad de la zona administrativa de Shabelle.

Pero ahora, explica, la “mayoría” se sedentariza, a causa de lo que muchos califican como “la peor sequía jamás vivida”.

“Ya no hay futuro para el pastoreo porque no hay rebaños”, comenta Tarik Mohamed con amargura, asegurando que su “vida nómada está acabada”.

Dromedarios sin joroba

La alternancia de las temporadas secas y de lluvias -la más corta, entre marzo y abril; y la más larga, de junio a agosto- siempre ha marcado el ritmo de la vida de estos criadores de animales.

Etiopía: cómo la peor sequía "jamás vivida" destroza las vidas de las familias nómadas
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Pero de las últimas tres temporadas de lluvias no ha habido ni rastro. La cuarta, que los lugareños esperan desde marzo, tampoco tiene visos de llegar.

En la región, “las sequías son un problema cíclico […] pero ahora son cada vez más frecuentes”, comenta Ali Nur Mohamed (38 años), quien trabaja en la ONG Save The Children.

En su último informe, el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU, ya lo advirtió: en Etiopía, “desde 2005, la frecuencia de las sequías se ha duplicado, pasando de cada seis años a cada tres”, y “ha habido varios episodios de sequía prolongada, sobre todo en las zonas áridas y semiáridas de la región en los últimos 30 años”.

Se espera que este tema sea tratado en la Convención de Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (UNCCD), que se reunirá en Abiyán, en Costa de Marfil, del 9 al 20 de mayo.

Todos los ganaderos de la región con los que ha hablado la AFP aseguran haber perdido entre el 80% y el 100% de sus animales. Las pocas vacas o cabras vistas aquí o allá están raquíticas y muchos dromedarios han perdido su joroba, donde almacenan el alimento.

Cinco días de marcha en Etiopía

Para conseguir comida, muchos se han trasladado hasta campamentos de desplazados.

Uno de ellos se encuentra en Adlale, cerca de Gode. Allí, de buena mañana, entre el polvo ocre levantado por el viento, se ven los velos coloridos de decenas de mujeres llegadas en busca de ayuda alimentaria de emergencia del Programa Mundial de Alimentos (PMA).

“Todos nuestros animales murieron a causa de la sequía”, cuenta Habiba Hasan Khadid, una mujer de 47 años, madre de diez hijos. “Hemos caminado cinco días para venir” aquí, añade.

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Por su parte, Ahado Jees Husein, de 45 años y madre de siete, caminó hasta Adlale cargando en la espalda a su hijo, un joven de 15 años con discapacidad. “Tenía 100 cabras, todas murieron […] He venido sin nada”, afirma la viuda, que sostiene que “nunca vivió una sequía así”.

Junto a otras 2.700 familias, las dos mujeres viven en el campamento de Farburo 2, levantado hace tres meses.

En su minúscula cabaña, Abdi Kabe Adan, un robusto y orgulloso pastor de 50 años, llora desconsoladamente. “Ninguno de nuestros animales se ha librado”, dice.

“No creo que sea posible que nuestro estilo de vida continúe. He visto a cabras comiéndose sus excrementos, a dromedarios comiéndose a otros dromedarios. En mi vida había visto eso”, explica entre sollozos.

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En el campamento hay pocos hombres. Los hay que se quedaron con sus últimas cabezas de ganado, en busca de algún pastizal milagroso, y también los que se fueron a buscar trabajo a la ciudad. Y otros huyeron, incapaces de hacer frente a la vergüenza o a las preguntas de sus preocupadas esposas.

Y es que la sequía también ha dañado a la organización social de estas comunidades.

“Antes, los hombres tenían la tarea de ordeñar las vacas”, conducir a los rebaños hasta los pastos, “comprar comida y bienes para la familia”, explica Halima Harbi, una de las desplazadas del campo, de 40 años y madre de nueve hijos. “Esos roles han desaparecido con nuestro ganado”, sostiene.

Dilemas terribles

Los niños están pagando un precio alto por esta sequía, pues, desbordados por los problemas, los padres “ni siquiera tienen tiempo de ocuparse, de velar por su prole”, señala Ali Nur Mohamed, de Save The Children.

La oenegé suele visitar a las comunidades para detectar a niños en peligro, a los que transporta hasta estructuras sanitarias, como el hospital de Gode.

Muchos de los padres se topan con dilemas terribles, como elegir entre cuidar de sus hijos o arriesgarse a perder su ganado.

El hijo de Abdullahi Goran, cuyo pelo se ha descolorido a causa de la malnutrición, llevaba semanas con vómitos y diarrea.

“Yo me estaba ocupando del ganado, no tenía tiempo para mi hijo”, explica el hombre de Etiopía, que tiene 30 años. Él es el único padre en la sala. A causa de la sequía, dice, ha perdido dos de sus cinco dromedarios, el 80% de sus cabras y todas sus vacas.

Ayan Ibrahim Harun se vio en la misma tesitura. Su hija Sabirin Abdi, de dos años, llevaba un mes enferma -con tos y edemas por todo el cuerpo- cuando se decidió a llevarla al ambulatorio de Kelafo, a unos 100 km de Gode.

“Este año no tuvimos cosecha”, dice la mujer. “Tenía diez cabras […], cuatro murieron en los 11 días que he pasado en el hospital” con Sabirin, afirma, resignada.

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