Abstracta, invisible, volátil, de significación religiosa y con un sentido filosófico. Éstos son sólo cinco acepciones con las que se suele definir al alma.
No importa de quien sea, según los sabios de los últimos tiempos como Descartes, el alma representa nuestra identidad, nuestras emociones, nuestra inteligencia y espiritualidad.
Al respecto, el académico de la Universidad de TelAviv, Bendavid Jorge Alejo Piña, explica en un artículo que mediante los análisis del premio Nobel Francis Crick, se llegó a la conclusión que el alma existe y “está situada en la marea de neurotransmisores y los recovecos de las estructuras cerebrales”.
Crick, además de obtener dicho premio por su esmero en definir la estructura tridimensional del ADN, pasó 50 años buscando el origen de este ‘objeto inanimado’.
Pero, si el alma nos acompaña durante toda la vida ¿qué le ocurre cuando el cuerpo fallece?
Para el año 1901, el científico estadounidense Duncan MacDougall señaló que el alma debía ser considerada como una masa y, por ende, tener un peso.
MacDougall postuló en su momento que “si las funciones psíquicas continúan existiendo como una individualidad o personalidad separada después de la muerte del cerebro y del cuerpo, entonces tal personalidad sólo puede existir como un cuerpo ocupante de espacio”.
¿Cómo comprobarlo? El físico concurrió a una casa de reposo y pesó a seis personas con enfermedades prácticamente mortales como la tuberculosis y otras crónicas como la diabetes. Allí, y en medio de una cama-balanza, anotó lo siguiente:
“El paciente fue perdiendo peso poco a poco a un ritmo de 28,35 gramos por hora debido a la evaporación de la humedad a través de la respiración y la evaporación del sudor”.
En el proceso de pesaje, que duró poco más de tres horas y media, se fijó “el final del astil de la balanza un poco por encima del punto de equilibrio y cerca de la barra limitante superior para que la prueba fuera más concluyente en caso de que se produjera la muerte”.
De ahí, lo que sigue no deja de ser revelador y sorprendente: en el último suspiro de vida del paciente, la balanza disminuyó ‘extrañamente’ en 21,26 gramos.
Pero el experimento no terminaría ahí, pues MacDougall procedió a pesar a 15 perros en condiciones terminales. No obstante, cuando fallecieron, la balanza no bajó ni un solo gramo. Con esto, el físico llegó a la conclusión que dichos animales no tenían alma. Algo discutible y contradictorio al pensamiento religioso y filosófico.
Cabe destacar, que en otros de los experimentos el mismo físico intentó ‘mirar el alma’ mediante el uso de rayos X. Sumado a lo ya novedoso de sus investigaciones, MacDougall habría captado “un haz de luz” precisamente en personas a punto de morir.
Dicho rayo luminoso fue corroborado por otros científicos, quienes aseguraron que, si el alma era una masa y contenía energía, debía disiparse a modo de destello resplandeciente.
Los resultados de dichos estudios fueron publicados seis años después en la revista “American Medicine” e incluso ocupó títulos en “The New York Times”. Así, se transformó en un mito recurrente de análisis.
La fama y el prestigio adquiridos por MacDougall fueron, en cierto modo, derribados por sus pares físicos. Entre ellos, destaca Augustus Clarke, quien aseguró que “en el momento de la muerte se producía un repentino incremento de la temperatura corporal debido a que los pulmones dejaban de enfriar la sangre”. Por consiguiente, la sudoración aumentaba drásticamente, lo que podría explicar en forma lógica la pérdida de aquellos 21 gramos.
Para Crick, el alma no existiría físicamente, sino que forma parte del cerebro. “Usted, sus placeres y sus penas, sus recuerdos y sus ambiciones, su sentimiento de identidad personal y de libre voluntad, no son de hecho más que el comportamiento de un enorme conjunto de células nerviosas y de las moléculas que éstas llevan asociadas”, aseguró el investigador en su libro La búsqueda científica del alma (1994), tal como recoge el diario español El País.
Regresando al postulado del doctor Francis Crick, en una de sus investigaciones del año 2005, rebatió su teoría anterior y aseguró que en realidad los 21 gramos perdidos pertenecían exactamente a un proceso cerebral y no del alma. A ello, añadió que la actividad neuronal generaba un campo eléctrico provocando que el cuerpo pesara más. Por lo tanto, cuando alguien moría esta actividad neuronal se detenía y el peso disminuía.
Un punto que Crick no supo explicar, fue que si el humano perdía peso por la acción de su cerebro, entonces ¿por qué no ocurría lo mismo con un animal, como el perro investigado por MacDougall que, al igual que nosotros, posee neuronas?