Durante la última década, lo que hoy conocemos como “el modelo de desarrollo” chileno ha sido objeto de fuertes cuestionamientos por parte de distintos sectores académicos, sociales y políticos, por considerarlo un factor de subdesarrollo, desigualdad, segregación, e incluso pobreza.

Esta situación ha motivado el surgimiento de diversas candidaturas presidenciales que proponen dar borrón y cuenta nueva a la institucionalidad económica. Sin embargo, y sin desconocer que hay áreas específicas que requieren ser abordadas con mayor profundidad -como la educación, la salud o el régimen tributario–esto parece desconocer o no considerar los progresos sin precedentes ligados a la misma.

La experiencia chilena en cuanto a crecimiento económico es reveladora. En 1810 el PIB per cápita de Chile (principal indicador del desarrollo económico de un país), era del orden de los 628 dólares, similar al nivel que actualmente tienen las economías africanas más pobres. Los siguientes 165 años se caracterizaron por una economía fuertemente regulada, un activo intervencionismo estatal, y un crecimiento del PIB de apenas un 1,2 % anual. A este ritmo le tomaba a Chile 56 años duplicar su ingreso.

Después de 1975 el panorama económico cambió, debido a las reformas liberalizadoras adoptadas en la economía, que incluían liberalización de precios, rebajas arancelarias, apertura al comercio internacional, fortalecimiento de los derechos de propiedad, libre movilidad de capitales, y libertad de emprendimiento. El resultado fue un desarrollo económico de tal magnitud que nuestro caso llegó a ser conocido como “el milagro chileno”. Entre 1975 y 2012 el PIB por persona creció a una tasa promedio del orden del 3,4 % anual. A este ritmo el ingreso del país se duplica cada 20 años, no 56 como antes, y pasó de 4.688 a casi 16.110 dólares anuales, catapultando a Chile fuera del grupo de países de ingresos bajos, y hacia el umbral del desarrollo.

Una crítica recurrente al modelo de desarrollo basado en la libertad económica es que éste no sería inclusivo, sino que beneficiaría a una élite en particular en desmedro de la población general, la que se vería sistemáticamente rezagada. De este modo, sigue la crítica, da lo mismo si la economía crece, ya que poco o nada de ese crecimiento le llegaría a un número importantes de personas.

Sin embargo, como puede verificarse en la Encuesta Casen, durante el período entre 1990 y 2011 mejoraron prácticamente todos los indicadores sociales: subió la escolaridad, creció la participación laboral femenina y floreció una clase media antes inexistente. Pero el logro más importante en materia social, y que prueba que el desarrollo económico ha beneficiado a toda la población, es la reducción de la pobreza. Mientras que en 1990 un 38,6% de la población vivía en situación de pobreza, y un 13% en situación de pobreza extrema, en 2011 dichas cifras había bajado al 14,4% y 2,8% respectivamente.

Ahora, esto no es evidencia suficiente para concluir que la reducción de la pobreza se debe únicamente al crecimiento económico. ¿Puede ser que la reducción de la pobreza tenga más que ver con políticas redistributivas que con el desarrollo económico?

La misma Encuesta Casen da una respuesta. Entre 1990 y 2011 el ingreso por persona de los hogares del 50% más pobre de la población subió de 46 mil a 98 mil pesos, con un alza en 52 mil pesos. Al descomponer este crecimiento se observa que está explicado en un 76% por aumentos de los ingresos autónomos (ingresos generados por los hogares a través el mercado) y solo un 24% por mayores transferencias estatales. Es decir, la mayor parte de la mejora en el bienestar de la población se la debemos a la libertad económica, y no al accionar del Estado.

Los detractores del modelo económico chileno le achacan la responsabilidad de los altos niveles de desigualdad de ingreso que caracterizan a nuestra sociedad, y claman por mayor intervención estatal para aliviarla o revertirla, tanto a través de regulaciones que impidan los abusos en el mercado, como a través de mayores impuestos para redistribuir los ingresos.

Sin entrar en la discusión respecto de si la desigualdad es un problema en sí mismo que amerite intervención estatal, la verdad es que la evidencia internacional en la materia es, a lo menos, ambigua. No existe consenso entre los economistas respecto de si más libertad económica produce o no mayor desigualdad, lo que no es sorprendente si se considera que tanto la desigualdad como la libertad económica son conceptos abstractos, difíciles de cuantificar a través de mediciones objetivas.

Por otro lado, la verdad del caso chileno es compleja. Es cierto que nuestros índices de desigualdad son relativamente altos, si los comparamos con los de países desarrollados, pero contrariamente a los alegatos contra el modelo, ésta ha mostrado una tendencia a la baja en los últimos 25 años (Encuesta de Ocupación y Desocupación U. de Chile). No sería cierto entonces, que el modelo chileno agudice sistemáticamente las desigualdades, puesto que no se ha registrado un aumento sostenido de ésta en las últimas dos décadas.

Estudios recientes realizados con análisis de cohortes revelan que esta tendencia a la baja en la desigualdad, lejos de estancarse o revertirse, a mayor abundancia, debiese verse reforzada en el futuro próximo. La razón sería un aumento masivo en la escolaridad, y una menor varianza de la misma entre distintos segmentos de la población, que le permitirían a los sectores menos favorecidos acceder a más y mejores oportunidades en el mercado laboral.

Como hemos visto, la realidad sobre el desarrollo económico y social de Chile es mucho más compleja de lo que escuchamos recurrentemente desde la academia, los medios de comunicación o la clase política. La prosperidad ha llegado un número importante de la población, es cierto que hay mucho que mejorar, pero la solución no es patear el tablero, sino considerar lo que ha generado progresos, para que podemos caminar hacia una sociedad más desarrollada, más libre, y en muchos sentidos más igualitaria.

Por Francisco Garrido, economista Fundación Cientochenta.

Francisco Garrido

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