En 2003, entrevistaba a algunas personas que participaban en una protesta en contra del gobierno en Caracas, Venezuela, cuando una mujer se me acercó y me colocó en la solapa un “broche de amistad” con las banderas venezolana y estadounidense entrecruzadas. Luego dio un paso atrás y, medio en broma medio en serio, me exigió saber por qué Estados Unidos no había invadido Venezuela para deshacerse del presidente Hugo Chávez como lo había hecho con Manuel Noriega en Panamá en 1989.

Sin duda, la idea de que Estados Unidos o alguna otra fuerza militar extranjera acudieran a salvar a Venezuela se ha discutido abiertamente desde que Chávez asumió el poder en 1999. Sin embargo, ha ganado prominencia en los meses recientes conforme el gobierno del presidente Nicolás Maduro ha consolidado su control y los estragos de sus políticas dictatoriales sobre los venezolanos son cada vez peores.

Después de que Antonio Ledezma, un líder de la oposición en el exilio, eludiera el arresto domiciliario al salir de Venezuela en noviembre, comenzó a pedir, ya no “ayuda humanitaria” para el país, sino una “intervención humanitaria”.

Y este mes, Ricardo Hausmann, un economista venezolano en la Universidad de Harvard, argumentó en un ensayo que la Asamblea Nacional, controlada por la oposición, debería destituir a Maduro y allanar el camino para la acción militar extranjera destinada a removerlo. También trazó paralelos a la invasión de 1989 a Panamá y el relativo éxito del que ese país ha gozado desde que Noriega fue derrocado.

Este tipo de llamado a la intervención militar extranjera recibió un gran impulso cuando el presidente Donald Trump declaró en agosto que Estados Unidos tenía una “alternativa militar” en Venezuela.

Un ataque militar en contra de Venezuela sería un disparate. Los países de la región y Estados Unidos aún tienen influencia significativa en el país; es lo que deberían usar. Deberían presionar a Maduro a través de una implementación más exhaustiva del régimen de sanciones actual y buscar una solución diplomática que derive en elecciones legítimas.

La Venezuela de 2018 no es el Panamá de 1989 e invadirla no sería un ataque quirúrgico. El Panamá de Noriega solo tenía 15.000 tropas y Estados Unidos tenía bases militares alrededor de la capital. Además, en Panamá, un país con menos de tres millones de habitantes en ese momento, un presidente electo legítimamente esperaba asumir el poder.

Venezuela tiene 115.000 tropas, tanques y aviones de combate. Es un país de 30 millones de habitantes, de los cuales un 20 por ciento aún apoya al gobierno de Maduro. Estos partidarios tienen una ideología —el socialismo antiimperialista— que sirve para coordinar sus esfuerzos y ayuda a explicar la resiliencia de Maduro.

Asimismo, los líderes venezolanos se han preparado para una guerra “asimétrica” desde hace más de una década. Y no hay posibilidad de que los países de la región participen en un esfuerzo para derrocar a Maduro, Brasil ya lo dejó claro.

No hay opciones fáciles para lidiar con esta crisis. Sin embargo, mientras el gobierno de Maduro tiene la ventaja dentro de Venezuela, hay dos fuerzas que ponen presión al régimen desde afuera.

En primer lugar, los países más importantes en el hemisferio occidental —como Brasil, Colombia, Estados Unidos y la mayor parte de la Unión Europea— no reconocen a la Asamblea Nacional Constituyente, un cuerpo creado por Maduro para reescribir la Constitución y ajustar el gobierno a sus necesidades. Los integrantes de este organismo fueron elegidos en julio, a pesar del boicot impuesto por la oposición, pero la falta de reconocimiento internacional lo ha debilitado. En estos últimos cinco meses ha logrado muy poco.

Segundo, las “sanciones a la deuda”, impuestas por el gobierno de Trump y que prohíben que los ciudadanos o las instituciones estadounidenses compren o emitan deuda de Venezuela, han limitado la capacidad del gobierno de Maduro para recaudar nuevos fondos.

Estos factores son los que han llevado al gobierno de Maduro a la mesa de negociaciones en la República Dominicana, donde el gobierno y la oposición se reunirán de nuevo esta semana luego de varias reuniones previas. El gobierno quiere que la oposición facilite el levantamiento de las sanciones y promueva el reconocimiento internacional del gobierno. Esto le da a la oposición una importante carta de negociación.

Además de las recientes sanciones económicas, Estados Unidos ha impuesto sanciones desde hace tres años a funcionarios venezolanos acusados de abusos en contra de los derechos humanos o corrupción. Canadá, México y la Unión Europea han adoptado variantes de estas mismas sanciones. La naturaleza cada vez más multilateral de estas sanciones las hace más efectivas.

Estados Unidos y sus aliados deben evitar la tentación de ampliar el espectro de las sanciones. Ensanchar las sanciones económicas para incluir, por ejemplo, un embargo petrolero haría más daño a la población, que apenas se sostiene. Y esa ampliación de sanciones enfocadas, que buscan causar una división entre los sancionados y los no sancionados, anularía el efecto: si casi todos están sancionados, más bien consolidará la unidad del gobierno de Maduro.

Al contrario, el gobierno estadounidense y sus aliados deberían profundizar las sanciones actuales. Apretar los tornillos a los oficiales ya sancionados será mucho más efectivo que incluir a más funcionarios en la lista. Lograr que aún más países se sumen a las sanciones existentes también agudizará su efecto.

Los países que emiten las sanciones también deben tener una campaña de comunicación más efectiva. Estados Unidos debería dejar en claro que el gobierno de Maduro podría emitir nuevos instrumentos de deuda si es que reconoce plenamente a la democráticamente elegida Asamblea Nacional venezolana, y permite que cumpla con sus funciones constitucionales. Los funcionarios venezolanos deben saber exactamente cómo y cuándo dejarían de estar sancionados.

Y quizá más importante aún, Estados Unidos, la Unión Europea y el Grupo de Lima —una asociación de doce países de América, liderada por Perú y Canadá, consternada por el deslizamiento de Venezuela hacia la dictadura— deben dejar claro que no reconocerían los resultados de una elección presidencial en 2018 sin que haya un nuevo Consejo Nacional Electoral (el organismo que supervisa las elecciones venezolanas) y sin la presencia de observadores internacionales independientes.

Los funcionarios del régimen que hayan cometido crímenes tienen que enfrentar la justicia. Pero jamás van a dejar el poder si creen que serán lanzados a la turba o extraditados. Debería apoyarse un programa de justicia transicional que aborde las necesidades de las víctimas al mismo tiempo que promueva el cambio.

Estados Unidos, la Unión Europea y el Grupo de Lima tienen un papel muy importante que jugar al enfrentar la crisis venezolana. Pero eso no quiere decir que deben buscar soluciones militares milagrosas. La política estratégica y una cuidada diplomacia representan los únicos medios constructivos para cambiar a la atroz situación de Venezuela.

David Smilde
Profesor de Sociología en la Universidad Tulane
Investigador en la Oficina para Asuntos Latinoamericanos en Washington
Columna publicada originalmente en la versión hispana del New York Times

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