Por:
Amanda Castillo, María Eugenia Rojas, Fiorella Squadritto y Pamela Meléndez
Grupo de Políticas Públicas de Enseña Chile

Cada diciembre, la historia se vuelve a repetir. En el banquillo de los acusados, los niños, niñas y jóvenes de siempre, esperan la decisión de la escuela: ¿Pasarán de curso?, ¿continuarán el próximo año en el establecimiento?

La decisión nunca es fácil, los profesores y directivos debaten largamente y distintos argumentos se ponen sobre la mesa: inasistencia, incumplimiento de normas, bajo desempeño académico sumado a irresponsabilidades reiteradas, pero también se consideran aspectos tan relevantes como el riesgo de deserción, la situación familiar y problemas de salud, entre otros relacionados con el contexto del estudiante.

Esos estudiantes, que son los que más necesitan al sistema, son protagonistas año a año de esta escena de suspenso. Si repiten más de una vez, probablemente deserten. Si tienen más “suerte” pasarán curso tras curso “con lo justo”, sumando al final 12 años de escolaridad que han sido en vano porque no se traducen en las habilidades necesarias para desenvolverse en la sociedad ¿Por qué? Porque año tras año la brecha se fue agravando y nunca fuimos capaces de erradicarla.

Cuando las brechas en los aprendizajes socioemocionales y cognitivos son significativos, los estudiantes van tomando distancia respecto de quienes sí los aprenden, vacíos que crecen de manera exponencial y que no les permiten explorar el mundo con todas sus potencialidades. Por ejemplo, existen estudiantes que deberían comprender lo que leen, pero no lo hacen, que deberían poder controlar sus impulsos, pero explotan.

Las cifras nos demuestran la ruta silenciosa de la brecha no abordada; esa que es más crítica en los estudiantes de contextos desfavorecidos; esa que se evidencia desde los primeros años de vida de nuestros niños y que los persigue hasta que son adultos.

A los tres años nuestros niños del primer quintil no han desarrollado el lenguaje necesario para comprender el mundo, el número de palabras que manejan ya es significativamente menor en relación a un niño nacido en el 20% más rico de la población. El estudio de Bravo (2013), sobre el origen de la desigualdad en Chile, evidencia no solo brechas en el lenguaje sino que también socioemocionales. A los cinco años un niño del quintil más pobre no es capaz de justificar de manera coherente que burlarse de otras personas es incorrecto y no puede expresar adecuadamente su rabia, mientras que el niño que nació en el quintil más alto sí cuenta con esa herramienta.

Los resultados de la evaluación internacional PISA 2015 realizada a estudiantes de quince años, señalan que el 48% de nuestros estudiantes tiene bajo desempeño (no ha desarrollado competencias básicas). El problema es que un rendimiento bajo en la escuela tiene consecuencias a largo plazo, tanto para el estudiante como para el conjunto de la sociedad. Los estudiantes que no rinden adecuadamente tienen más riesgo de abandonar los estudios por completo. Además, los estudiantes menos favorecidos suelen estar expuestos a más factores de riesgo que explican su bajo rendimiento y conductas problemáticas.

¿Qué hacer?

No existen fórmulas mágicas, por lo tanto una medida aislada no resolverá un problema sistémico e histórico. El problema del bajo rendimiento escolar debe atacarse desde distintos frentes: disposición de recursos para combatir tanto brechas académicas como socioemocionales, apoyo y capacitación docente. Se requiere construir un clima escolar de calidad educacional, basado en la confianza y en relaciones humanas sólidas, donde se integre a los apoderados y a las comunidades locales. Lo que proponemos suena simple, pero en la práctica requiere un cambio de paradigma y mentalidad pues implica estar convencido de que todos los estudiantes pueden y deben adquirir habilidades cognitivas y sociales, y tener altas expectativas de ellos y de su proceso educativo. Por lo tanto, el primer paso debe ser reflexionar colaborativamente para que las comunidades en las que están insertos nuestros estudiantes inicien procesos de cambios sustentables.

Cada año en esta misma época tenemos la posibilidad de elegir hacernos cargo de la brecha o de cerrar el libro de clases y “pasarlos”.

Instancias como el diálogo entre docentes y otros involucrados en el proceso educativo; el traspaso del curso al profesor del próximo año; la reflexión interdisciplinaria sobre cómo adecuamos el currículum para el servicio del aprendizaje y lo contextualizamos a las realidades territoriales, desarrollar estrategias sobre la manera en que se aprende y la entrega de ese conocimiento a los estudiantes (por ejemplo promocionando evaluaciones que no solo midan conocimiento, sino que también el desarrollo emotivo, mental cognitivo, social y artístico según las capacidades de los estudiantes), que les permita empoderarse de su aprendizaje. Y para todo esto no hay una forma única, pero lo que sí es claro es que se requiere reflexión profesional y condiciones que la propicien y estimulen.

Para hacer frente a la brecha vemos oportunidades y dificultades, pero no podemos seguir invisibilizando en el sistema a aquellos niños y jóvenes que no han aprendido lo que deberían. Si lo que realmente queremos es mejorar las oportunidades de nuestros niños, dejemos de pedirle al viejito (o al profe) milagros navideños. Lo que necesitamos no es que nuestros niños rezagados pasen de curso. Necesitamos nivelarlos, que aprendan y que se preparen para el mundo. Es el momento de que la comunidad escolar se empodere y proponga un cambio que movilice a la sociedad, ahora, y no para las generaciones futuras, pues los estudiantes de hoy son los adultos de mañana.

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