La propiedad del patrimonio histórico y cultural es motivo de disputa, de acciones que buscan compensaciones indispensables para la convivencia, pero cuando se trata de patrimonio e identidad étnica las reparaciones son insuficientes.

¿A quiénes pertenecen las obras del pasado en el presente? El Patrimonio o Heritage es ahora un tema polémico que desborda las pretensiones políticas y culturales de las instituciones, pues su forma contemporánea es la dispersión en múltiples agentes y aspiraciones. Se ha transformado en un campo de disputa por la reapropiación de la memoria y la reafirmación de la identidad de numerosos grupos locales.

Sin duda, este desplazamiento incluye las reivindicaciones del mundo indígena, quienes en sus procesos de etnogénesis (o identidad étnica) han tomado el Patrimonio como parte de sus demandas de autonomía y reparación. Para estos ha adquirido la forma de una propiedad y un recurso emblemático, cuya función es distinguirse de quienes aparecen como agentes del estado nación o simplemente no pertenecen al grupo étnico.

No es un misterio que la apelación al patrimonio como identidad (como herencia o propiedad) tiene la función de reunir, pero creo que no se repara con cuidado en su perniciosa función de exclusión social.

Y es esta última dimensión la que contribuye grandemente a obstaculizar el diálogo intercultural, que como se sabe es básicamente un intercambio recíproco entre agentes de distinta tradición cultural. De aquí la necesidad urgente de abrir la discusión hacia nuevas líneas de patrimonialización. En particular, campos impensados que deslocalicen la discusión patrimonial, favoreciendo espacios de inclusión, de circulación cultural que simultáneamente contribuyan a posicionar identidad y dialogo intercultural. Vale decir, formulas nuevas de coexistencia y producción cultural que simultáneamente beneficien los intereses de unos y otros.

Esto sería efectivo, por ejemplo, si el currículum escolar de idioma obligatorio incluyera también la enseñanza de la lengua y tradiciones de los pueblos indígenas. Rapa Nui en los establecimientos educacionales de Isla de Pascua, aymara en los de Arica y Tarapacá, atacameño en las reparticiones de Antofagasta, kawésqar o yaghan en Magallanes y mapuche en las restantes regiones. Muchas experiencias interculturales deben ser exploradas, pero cuando de identidad se trata, hay que ambicionar tanto la diferencia como la convivencia. Y muy especialmente esta última, pues ella fortalece el reconocimiento efectivo de la diversidad cultural.

En general, el fracaso de los reconocimientos o reparaciones es resultado de una agencia de Estado que trata las reclamaciones de los grupos de interés de manera independiente, como ocurre con los movimientos de diversidad sexual, de derechos de la mujer o los pueblos indígenas.

La interculturalidad es exitosa (algo escaso en verdad) cuando es el resultado de políticas públicas que, simultáneamente, actúan estimulando identidad grupal y convivencia en un entorno nacional. Quizás el ejemplo más extraordinario provenga de Sudáfrica, donde la segregación étnica era política de Estado. Se trataba de “reconocimientos fallidos”, pero bajo la tutela de Nelson Mandela y la destrucción del Apartheid, el ejército sudafricano (SADF) debió formar una nueva fuerza armada nacional (SANDF) que integró a todos los grupos armados de liberación nacional. Una nueva política intercultural de defensa y una nueva organización militar nacional que un coronel sudafricano describió como “la fuerza arcoíris”.

La interculturalidad no es una utopía social, es una realidad de sentido común. Y he aquí la pertinencia de las ideas sobre este asunto del historiador de América, Sergei Gruzinski. En particular, aquellas que indagan en los efectos y no las intenciones malévolas de dominio cultural de los conquistadores europeos, que son bien conocidas e inaceptables.

Su argumento predica que cuando dos culturas entran en contacto, no es la integridad de cada una de ellas lo que está en juego, sino las nuevas formas culturales que se fraguan en esa interacción.

Si mi interpretación es correcta, toda situación intercultural da por resultado algo inesperado, impredecible, inestable, incompresible, irreparablemente nuevo para los actores. Al consolidarse la Colonia, ¿dónde empieza el mundo indígena y dónde termina el de los conquistadores? Nuestro autor responde: “Sus confines se encuentran hasta tal punto imbricados que son inseparables”.

Esto sugiere que en América (a pesar de las creencias de Gruzinski) no hubo mestizaje, hubo surgencias de nuevas identidades étnicas. Algo que, al fin y al cabo, es propio de la cultura, pues ella está en perpetuo movimiento. Aquellos que intentan darle una forma sólida, estable, inmaculada e incorruptible corren el riesgo de caer en las peligrosas prácticas de los extremos insoportables de la derecha y la izquierda.

Que la relación intercultural en América fue de subordinación y oprobio es indiscutible, pero como interacción humana su materia básica era de orden político. Mi impresión es que, precisamente, es en este escenario, en el juego de relaciones posicionales, donde se sitúa con propiedad lo patrimonial como objeto de transacciones entre agentes que se reconocen y actúan como interlocutores, que buscan simetrías en un mundo de relaciones que por definición tienden a la asimetría. La generosidad de las partes (que aspira a la equidad y no al lucro, la usura o la estafa) es lo único que permite resolver las tensiones de la incomprensión mutua, como ocurre en la fiestas religiosas de los pequeños pueblos de la cordillera andina del Norte de Chile, donde la cultura que es instrumento de identidad se abre a la inclusión del “otro” o el extranjero con las misma granjerías que aquellos que pertenecen al entorno familiar o local.

Dada estas ideas, me resulta sencillo concluir que la mayor herencia indígena perdida (o usurpada) es aquella que les proporcionaba identidad en relación con “otros”. El mundo mapuche no sólo perdió tierras que jurídicamente son suyas: su patrimonio perdido más doloroso y más productivo es, sin duda, el patrimonio de hacer la política asombrosa de sus lonkos antiguos, como en los winkakoyang o parlamentos donde en territorio Mapuche los españoles enterraban sus armas como símbolo de encuentro y negociación.

Lo mismo ocurre con los Rapa Nui que invierten excesivo tiempo en recuperar un patrimonio arqueológico turístico, cuando su patrimonio marítimo como navegantes y exploradores se extravió en el tiempo de la historia; de seguro, sus antepasados pusieron gallinas polinésicas en la costa de Arauco durante la época prehistórica.

Los aymaras, por su parte, han debilitado su capacidad de hacer economía exitosa al disolver el doble domicilio en sus migraciones del campo a la ciudad, donde viven más de dos tercios de la población indígena.

Los atacameños, grandes comerciantes de antaño, perdieron protagonismo en sus relaciones de orden interregional, nadie se interna hoy por los pasos del volcán Socompa en dirección de al valle de Fiamabalá para celebrar cambalaches con hojas de coca, maquinas de coser o pieles de vicuña.

Habrá que despertar pronto al descubrimiento de este patrimonio vinculante y permeable, de este manejo político de la porosidad que reside en una exclusión que no cancela la inclusión. Un camino, entre otros, que ayudaría a dejar atrás la amarga cosecha de los reconocimientos interculturales fallidos.

Francisco Gallardo Ibáñez
Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas.
Universidad Católica de Chile.

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