La cachorra se ha ido y me queda la mitad de la vida por delante, ahora sólo me falta determinar qué diablos hago con ella. Sólo tengo que respirar y superar las etapas de este duelo.

Hace 5 meses que mi hija de 20 años se fue a estudiar a la Universidad en Bonn, Alemania. Hace 153 días que tengo un vacío enorme donde antes había cotidianidad de conversaciones extensas, silencios, comidas, paseos, aventuras, series y películas compartidas.

Hace 153 días que me niego a escribir esta columna porque verbalizarlo es hacerlo real y hasta ahora he vivido en la “negación saludable” de pasear con las amigas por cuanta ciudad he podido, negándome a ver su pieza vacía, a nivel de optar por irme a vivir a otro lado. Negándome a llegar a una casa donde no está.

Pero la negación fue sólo la primera de las 5 etapas del duelo, una que me duró gran parte de estos meses y que el fin de año me obligó a pasar a la siguiente: la ira. Ira de no poder estar con ella para Navidad y mi cumpleaños. Ira de que las cosas no salieran como quisimos, de que la vida a veces no es como una quisiera, aunque estuvimos por video-llamada casi todo el día. No es lo mismo. Nunca es lo mismo

Entonces, mientras en mi muro de Facebook aparecen noticias de mis amig@s con permanentes desfiles de ecografías, primeros pasos, comentarios de listas escolares y disfraces varios, pasa que tengo que decidir con qué quiero llenar todo el “tiempo libre” que me queda con esto de no “tener que” ser madre 24/7 y sólo queda aprovechar las llamadas que nos permiten las rutinas de ambas (y cortitas porque si me alargo mucho me dicen que soy una latera).

Entonces paso a la etapa de la negociación, porque en este proceso no he dejado de preguntarme si esta sensación sería la misma si estuviera emparejada-viviendo-con-alguien y/o si tuviera más hijos: ¿Me sentiría menos sola si tuviera marinovio puertas adentro? La lógica indica que no, que las relaciones y dependencias son incomparables. ¿La extrañaría menos si tuviera más hijos/as “para consolarme/ocuparme”? Tampoco lo creo.

Siempre he pensado que cada hijo/a establece una relación distinta con la madre, pero no podría asegurarlo porque sólo tuve una.

¿Es que debí haber hecho algo distinto? Claramente de nada sirve cuestionarse estas cosas, pero si tuviera control sobre mis pensamientos, ¡mi vida sería tan distinta! Porque en el fondo de mi cabeza, allá donde no llega el garrote crecen castillos de arena en el aire de las mil cosas que podemos hacer, de miles de planes que son en realidad posibles, pero… poco probables. Y me deprimo. Y lloro. Y la extraño sin decirle lo mucho que me duele que no esté porque estoy TAN orgullosa de que viva sola y resuelva su vida, porque le está yendo bien, porque es feliz. Y si lloro, es problema mío, no de ella.

Pero ella me conoce, lo sabe. Lo conversamos. Lloramos las dos. Ella está bien. Todo está como tiene que estar. Todo está bien. Pero me dice “mamá, necesito verte”, desatando cataratas de llanto porque nos echamos de menos. Y es normal que nos extrañemos tanto, pienso. Es la etapa que toca de la depresión y la pena. Porque siempre hemos sido un equipo y los últimos años estuvimos más juntas que nunca.

Ya no quiero decir que todo está bien, pero estoy segura de que pronto lo estará. Además, algún día ella tenía que salir a hacer su vida, ¿no?. Esto iba a pasar sí o sí, era inevitable y natural. No lloro porque esté en Alemania. Lloro porque ya no es una niña que tiene su lugar a mi lado. Lloro porque es una mujer que busca su propio destino. Lloro porque cuando la empujé del nido, sacó sus garras para afirmarse de la tierra y correr por sus propios caminos. Y eso es un llanto de madre feliz.

Hoy me encuentro aceptando la situación. Así, en la última etapa del duelo. Aceptando que las cartas estén repartidas como están, porque mal que mal, fui yo misma las que las repartí: yo fui la primera en motivar la idea de que estudiara afuera porque es lo que le va a servir para terminar donde ella quiere ir; yo decidí tener una pareja que también está afuera y no puede venir a abrazarme; yo determiné estar donde estoy y, por primera vez en mucho tiempo, estoy en paz con eso.

Quizás sea porque mi tiempo ya está más ocupado de sobrinos varios sanguíneos, robados y putativos con quienes puedo derrochar actividades. Porque tengo amigas y amigos que me llaman para un café sólo para saber cómo estoy. Porque gracias al universo que todo provee, tengo trabajos que me permiten comprar un pasaje en muchas cuotas y partir a visitarla a su nueva vida. Ahora que sé que pronto podré verla y volver a abrazarnos, siento que estoy lista para empezar el resto de mi vida.