En las últimas semanas hemos presenciado un verdadero desfile de políticos y empresarios de todo el espectro político hacia Tribunales. Desde la polémica del Partido Comunista con la Arcis hasta los financiamientos truchos de la UDI gracias a los dineros de Penta, sin dejar de lado el caso Caval y las boletas que la Nueva Mayoría cursaba a SQM, pareciera que en nuestro país fuera requisito tener las manos embarradas con algo para entrar en las arenas del poder.

Pero, ¿son los políticos una raza especial de corruptos que existen sólo para aprovecharse de nosotros, los pobres y sufridos ciudadanos?

Aunque lo que les voy a decir no resulte muy popular, creo que no se diferencian tanto de nosotros.

Comencemos por los profesionales de medio pelo. Sólo en 2013 se develó que un sinnúmero de rostros televisivos y del espectáculo habían conformado sociedades (ficticias en la práctica) para evadir el pago de impuestos. No son los únicos. Médicos, abogados y otros profesionales independientes trabajan de la misma forma. Y esto es sólo la punta de un iceberg de triquiñuelas tributarias que llegan hasta las ya tradicionales compras en el supermercado con facturas de empresa para descontar IVA (vamos… no me dirán que nunca han conocido a alguien que lo haga).

No en vano un profesor de empresa en la universidad nos dijo con elocuente franqueza: “en este país, los únicos que pagan impuestos son los que no tienen un buen contador”.

Pero no es necesario encumbrarnos tanto para seguir encontrando ejemplos de nuestra “viveza”. Hace poco, una amiga me contaba con orgullo cómo había “vencido al sistema” comprando un producto en una conocida multitienda, y adquiriendo a propósito la garantía extendida más cara, que cubría el objeto contra robo. Tiempo después, hizo una denuncia falsa en Carabineros y logró que la tienda le diera un segundo producto.

Todo su círculo de amigos había celebrado su hazaña como una muestra de ingenio. En realidad, cometió fraude.

Aquí sucede algo curioso, pues cuando se trata de delitos de ciudadanos contra las grandes empresas, caemos en una relativización peligrosa. Más de alguna vez hemos publicado noticias de saqueos o timos a supermercados, grandes tiendas o farmacias, que son masivamente celebrados en el espacio para comentarios. “Está bien porque ellos nos roban a nosotros”, “ladrón que roba a ladrón”, y otras similares.

Parece que si el delito es cometido por un “poderoso”, siempre es deleznable. Si es contra él -más aún, si lo cometemos nosotros- siempre habrá alguna excusa que justifique la acción.

Probablemente lo mismo pensaba un conocido mío que, años atrás, me confesó tener su “dealer” que le vendía computadores, cámaras, televisores y todo tipo de productos electrónicos robados, vaya uno a saber de quién o de dónde. Cuando le pregunté si no le pesaba la conciencia comprar cosas que le habían quitado a otros, no manifestó el más mínimo reparo. “No voy a pagar de más cuando puedo conseguirlos más baratos”, fue su pragmática respuesta.

No todo tiene que ver directamente con dinero. ¿Qué me dicen de las licencias médicas? Para muchos chilenos, las licencias se han convertido en pases de vacaciones extendidas cuando quieren irse de vacaciones o simplemente se sienten cansados. Un psiquiatra me contaba que cada cierto tiempo recibe pacientes que lo visitan con la sola intención de obtener una licencia. Él, sin deseos de convertirse en una nueva doctora Cordero, tiene un método simple para deshacerse de ellos: les devuelve el dinero de la consulta y les dice que se equivocaron de médico.

Incluso los instrumentos creados para la protección de los más desvalidos pueden ser mal utilizados. Sólo este año he conocido el caso de 2 personas -que no califican precisamente en el concepto de pobreza- que pidieron a sus municipios que les hicieran una Ficha de Protección Social (FPS). Sí, la misma por la que debió renunciar la gobernadora de Chiloé cuando se descubrió que le aportaba una pensión por “indigencia”, salvo que probablemente no verán sus casos en las noticias.

Para muchos, la FPS es una especie de lotería. “A ver si me toca algo…”

Francisco Castillo | Agencia Uno

Francisco Castillo | Agencia Uno

Y es que, ¿qué podemos hacer cuando ni siquiera la misma autoridad tiene claro el concepto de delito? Permítanme que les cuente algo surrealista que me relató un colega en la radio. Un cajero de supermercado fue descubierto robando una cantidad acotada de dinero -digamos, unos 20 mil pesos- más unas cajetillas de cigarrillos. Como cabía esperar, fue despedido.

Para sorpresa de los dueños del supermercado, el sujeto los demandó ante la Inspección del Trabajo por “despido injustificado”. Y aún más sorprendente, la institución fiscalizadora le encontró la razón, obligando a reintegrarlo, ya que “el monto robado era demasiado bajo”.

Es decir, no sea rasca. Róbese algo un poco más caro -una pata de jamón serrano que sea- y vuelva de nuevo.

¿Y les conté de esa vez estaba por entrar en los estacionamientos del Mall del Centro cuando un sujeto salió de la nada, se adelantó y sacó el ticket que me correspondía? Tanto yo, como la fila que me seguía quedamos atónitos al ver que se marchaba muy campante, tomaba su auto y se largaba sin pagar. Por supuesto, fue un cacho volver a poner en marcha el sistema ya que la barrera no bajaba.

Ese es “el ingenio del chileno”. Debemos ser de los pocos países donde los actos deshonestos no sólo no nos avergüenzan, sino que los celebramos: “La hizo”. “Se avivó”. Ya saben.

Pero suficiente de culpas ajenas. Déjenme contarles una propia. Déjenme contarles de la primera vez que robé.

Debo haber tenido 7 u 8 años, pues cursaba segundo o tercero básico cuando vivíamos con mi familia en Santiago. Habíamos ido al Jumbo, que entonces sólo tenía un par de sucursales, pero ya era tan top como ahora, por ende, no era de extrañar que entre sus pasillos encontrara uno de los Transformers que más anhelaba tener.

Sabiendo que no me lo comprarían, mi mente infantil urdió un plan para apoderarse de él. Sigilosamente me oculté con el juguete bajo un colgador circular de vestuario, donde lo saqué del empaque y lo escondí entre mis ropas. Aún no eran los tiempos de los detectores electrónicos ni de las cámaras de seguridad, así que nadie me descubrió.

Pero sucedió algo inesperado. Cuando regresamos al auto, mi padre me sorprendió con el robot y me hizo confesar cómo lo había obtenido. Entonces me llevó de un ala de vuelta a la tienda, pidió hablar con el administrador y no sólo me obligó a devolverlo, sino también a pedir disculpas por lo que había hecho.

No sé si habrá tenido que pagar el juguete pues ya le había roto el empaque (probablemente sí) pero no me lo devolvieron. No lo merecía.

Aquel hecho -quizá calificado como traumatizante por algunos actuales defensores de la infancia- marcó a fuego en mi mente un concepto básico: que robar era malo. La primera vez que robé también fue la última. Desde entonces no recuerdo haberme apropiado de nada que no me perteneciera. Es más, soy de los que he devuelto billeteras, chequeras y celulares encontrados en la calle, de los que no se toman el jugo para abandonar sigilosamente las cajas vacías en los pasillos de los supermercados, e incluso de los que cuando olvidan cobrarme algo en el restaurante, advierte el garzón para que lo incluya en la cuenta.

La honestidad tiene su premio: cuando era un ingenuo adolescente me salvé de caer en el “cuento del tío” sólo porque -para fastidio de los timadores- insistí desesperadamente en que había que devolverle el supuesto fajo de billetes perdido a la supuesta víctima que los dejó caer.

Por cierto, no espero recibir ningún halago por esto. Todo lo contrario: simplemente hago lo debido. Lo que me enseñaron. De ahí que me avergüence cuando publicamos como gran noticia que alguien devolvió un maletín lleno de dinero. Un acto digno de ser agradecido por la molestia, pero de ninguna forma de ser noticia.

¿Qué tipo de país somos cuando la honestidad es noticia o motivo de halago?

Por eso, no creo que los políticos sean los únicos que merezcan ser criticados, al menos no especialmente. Hace tiempo leí la frase de una maestra del periodismo anglosajón cuyo nombre, por desgracia, no retuve. Decía algo así como “Los políticos no son mejores ni peores que nosotros. Son sólo el reflejo de la sociedad en que vivimos”.

Quizá sólo en algo deba capitular: se supone que las autoridades deberían predicar con el ejemplo. Ser modelos. Por algo son “honorables” o “excelencias”. Sin embargo es entonces cuando -con mayor motivo- debemos preguntarnos por qué están ahí. Por qué siguen ahí.

¿Por qué alcaldes, diputados, senadores y hasta presidentes procesados, condenados o con causas pendientes son electos y reelectos en sus cargos? Entonces sólo queda recurrir a la sabiduría de Winston Churchill y reconocer, amargamente, que cada pueblo tiene a los gobernantes que se merece.

Christian F. Leal Reyes
Periodista Penquista – Director de BioBioChile