Pero reducir todo a una edad es peligroso: ni todos los mayores de 75 deben irse, ni todos los menores son garantía de eficiencia.
En enero de este año se publicó la Ley N° 21.724, que establece el reajuste anual para el sector público. Sin embargo, lo que más ha dado que hablar no es el reajuste, sino una disposición contenida en su artículo 90: a partir del 1 de enero de 2027, los funcionarios públicos que cumplan 75 años cesarán automáticamente en sus funciones. Sin evaluación, sin diagnóstico, sin matices. Una norma de aplicación general, que pone fin a la relación laboral únicamente por cumplir una edad determinada.
¿Es discriminatoria? ¿Edadista? ¿Irracional? Probablemente sí. Pero el problema es más profundo que eso.
Jubilación obligatoria de empleados públicos: un Estado que no sabe gestionar
Esta norma no es otra cosa que el síntoma visible de una enfermedad crónica que arrastra el aparato estatal chileno: la inamovilidad del empleo público. La rigidez extrema de los regímenes estatutarios, la ausencia de evaluación real de desempeño, la falta de movilidad interna, y la precariedad de las políticas de retiro voluntario han hecho que el legislador opte por una vía rápida y tajante. El Estado, incapaz de remover funcionarios por vías racionales, crea una regla automática para forzar su salida.
En ese sentido, el artículo 90 no es solo una mala solución. Es una confesión de impotencia. El Estado chileno reconoce, tácitamente, que no puede gestionar su propio personal, que no sabe cómo incentivar retiros dignos, ni cómo renovar sus plantas, ni cómo premiar la experiencia cuando esta sigue siendo valiosa. Es, en resumen, una política pública diseñada desde la desesperación más que desde la convicción.
El debate ha sido ilustrativo. Mientras voces como la del profesor Pablo Ruiz-Tagle denuncian una política oportunista —una suerte de ley del embudo que no aplica a parlamentarios ni ministros—, otros defienden la medida como un paso necesario para renovar el aparato público y reducir el gasto fiscal.
Ni todos los jóvenes son eficientes, ni todos los mayores deben retirarse
Se estima que más de 3.000 funcionarios sobrepasan hoy los 75 años, y que muchos siguen en funciones sin que haya mecanismos eficientes para su retiro. Pero reducir todo a una edad es peligroso: ni todos los mayores de 75 deben irse, ni todos los menores son garantía de eficiencia. Hay jóvenes inútiles y mayores brillantes. Lo mismo que en el resto de la sociedad.
Y es aquí donde el problema se vuelve aún más paradójico: en vez de identificar y remover al mal funcionario público —ese que no cumple, que no trabaja o que daña el servicio—, lo dejamos protegido por una inercia administrativa. Y en vez de retener al buen funcionario —ese que sigue aportando experiencia, compromiso y conocimiento—, lo forzamos a salir solo por su edad.
Se castiga al que aún sirve, y se premia al que simplemente ha aprendido a sobrevivir en el aparato público. Así, lo que se presenta como una solución de eficiencia puede convertirse, en la práctica, en una política injusta.
El desafío de renovar el Estado sin caer en políticas automáticas y rígida
La pregunta de fondo es otra: ¿por qué no somos capaces de implementar un sistema de evaluación y movilidad seria en el empleo público? ¿Por qué no reformamos una carrera funcionaria anquilosada, diseñada para otra época, que hoy dificulta tanto la entrada como la salida de talentos? ¿Por qué seguimos legislando de forma miscelánea, escondiendo bajo normas presupuestarias decisiones que deberían ser parte de una reforma estructural?
En lugar de usar la tecnología, los datos y los mecanismos modernos de gestión de personas para tener un Estado profesional, meritocrático y dinámico, recurrimos a soluciones por decreto calendario: al cumplir cierta edad, se acaba el vínculo. Es una señal más del deterioro institucional y de la falta de voluntad para hacer reformas de fondo. En este contexto, el artículo 90 no es solo una mala política: es el retrato burocrático de un país que envejece, pero que no madura.
Chile necesita un rediseño completo de su relación con el empleo público. Y no se trata de precarizar, sino de hacer más justo, más racional y más humano el trato laboral en el Estado. Un sistema que premie la excelencia, que detecte el desgaste, que abra espacios para nuevas generaciones sin expulsar automáticamente a quienes aún pueden aportar.
Forzar jubilaciones porque no sabemos gestionar el trabajo es equivalente a cerrar escuelas porque no sabemos mejorar su educación. No resuelve el problema. Solo lo empuja hacia otra parte.
