En los últimos años, hemos experimentado un nuevo proceso en esta historia del morir, acelerado por la crisis del Coronavirus: las redes sociales y la socialización digital de la muerte. Con los nuevos avances tecnológicos, se ha podido compartir el dolor con los demás a través de las redes.

Muchos de nosotros vimos decenas de ejemplos de lo anterior en las plataformas que más frecuentamos: desde personas hospitalizadas por COVID, despidiéndose de sus familiares a través de videos, hasta negacionistas que cambian de opinión una vez intubados. Incluso los servicios religiosos tienen lugar en las plataformas de streaming, conectando familiares distantes en momentos de dolor. De este modo, la muerte vuelve a ser pública en un proceso que, como casi todos los movimientos de la humanidad, puede ser tan beneficioso como pernicioso.

Todos los que están leyendo esta columna vivirán y morirán online. Muchas veces asociamos las redes sociales con los jóvenes, quienes no tienen la muerte tan presente. Pero es evidente que, año tras año, la demografía del mundo online envejece.

A la vez, en la actualidad, guardamos más información de manera digital que física. Con lo anterior no me refiero solamente a datos o documentos, sino a fotos, videos y todo tipo de material significativo en nuestras experiencias vitales. El debate sobre qué pasará con todo este material una vez que estemos muertos es todavía incipiente, pero no deja de ser asombroso que, al día de hoy, hay más de 30 millones de cuentas de personas muertas en Facebook (Meta).

Pero ya se han puesto en marcha algunos proyectos para resolver los inminentes camposantos electrónicos. Google, por ejemplo, nos permite configurar el guardado de nuestros datos a largo plazo (“Plan your digital afterlife with Inactive Account Manager”). De este modo, podemos programar que se borren todos nuestros archivos luego de tres, seis, nueve o doce meses sin actividad.

También cabe la posibilidad de designar a una persona de confianza que pueda tener acceso total o parcial a ellos. Por otra parte, el ya nombrado Facebook (Meta) permite convertir una cuenta en “conmemorativa” (moralizo) o cerrarla a petición de nuestros seres queridos, aunque por motivos legales, todavía no es posible para los familiares acceder a las cuentas de los difuntos. Lo anterior ha sido un tema muy bullado en algunos casos de suicidios a lo largo de los últimos años.

Pero hay algunas propuestas más vanguardistas y que intentan satisfacer próximas necesidades, como, por ejemplo, el proyecto Eterni.me. La cultura popular sostiene que morimos dos veces: la primera vez, cuando nuestro corazón deja de latir y la segunda, cuando nos olvidan. Eterni.me propone una inteligencia artificial capaz de rastrear y conjugar nuestra huella digital —mensajes, mails, videos, tweets, columnas, etc.— para crearnos un clon digital, es decir, un bot que responda a nuestros amigos y seres queridos tal como lo haríamos nosotros a partir de la información que dejamos desperdigada por el ciberespacio.

Obviamente esto último levanta serias preguntas filosóficas, pues estamos frente a una “resurrección digital”, digna de un capítulo de Black Mirror. Pero existen ideas más tradicionales como los testamentos digitales, los mensajes post mortem a nuestros seres queridos, los videos confesionales o, incluso, bromas póstumas. Yo soy de estos últimos. Quizás a algunas personas que se ven angustiadas por la finitud de su existencia, la idea de dejar un legado teóricamente eterno pueda ser un bálsamo al final de sus ideas.

Personalmente desconozco hasta el nombre de mis tatarabuelos. Pero podemos pertenecer a una de las primeras generaciones de la humanidad cuyo legado será parte indeleble de las futuras genealogías informáticas. Las fotos de mis vacaciones y sus comentarios en redes sociales podrían ser parte accesible de la historia de mis descendientes.

Cada día le entregamos más información de todo tipo a la internet, por lo que nuevos ritos mortuorios digitales comenzarán a aparecer, en especial con el metaverso. Hace un par de años, Kanye West le regaló a Kim Kardashian en su cumpleaños un holograma de su fallecido padre, Robert Kardashian.

Si bien nos hemos detenido en aquellos elementos que deseamos que perduren, ¿qué pasa con la información que no queremos que los demás conozcan? El juicio de la historia es cruel e, incluso, acciones que hoy nos parecen normales, el día de mañana podrían ser fuertemente juzgadas. Después de todo, la experiencia de llevarnos ciertos secretos a la tumba también es parte de la vida humana y, hasta ahora, el funeral dejaba como corolario de la vida nuestras virtudes más que nuestros defectos.

Quizás esto último es uno de los desafíos más importantes de la era digital: comprender que la muerte también implica aprender a dejar ir, a separarse, a escoger los mejores recuerdos e, incluso, a olvidar cuando es necesario. Así como para algunos individuos el consuelo es el recuerdo, para algunas comunidades el alivio es dejar atrás los errores del pasado, como quien se libera de una pesada carga.

Camilo Pino, académico del Instituto de Filosofía Universidad San Sebastián.

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