Ha llegado el momento de expresarlo sin complejos: el crecimiento también puede y debe ser una causa de izquierda, si está orientado por reglas democráticas, por un Estado activo y por la ética del bien común.

La derrota reciente de la izquierda no fue solo electoral, fue, sobre todo, una derrota de orientación de la más amplia centroizquierda chilena. Un momento en que una parte importante del país dio vuelta la espalda no tanto a un gobierno o a un liderazgo, sino a una forma de entender el cambio como algo apresurado, maximalista, más preocupado de la disputa inmediata que de un proyecto nacional de identidad propia. Esto conviene asumirlo con sobriedad, sin autoflagelaciones ni consignas de unidad como un bálsamo que todo lo cura.

Durante años, la izquierda chilena habló del crecimiento casi en voz baja, como si fuera una palabra ajena, incómoda y sospechosa de connivencia empresarial. Algo que convenía tolerar, pero no abrazar desde una propia visión. El resultado está a la vista: estancamiento prolongado, frustración social y una ciudadanía que empieza a dudar de la capacidad transformadora de sus propias fuerzas políticas.

Leí las 12 propuestas del reciente documento Un pacto de desarrollo para Chile, elaborado por Espacio Público y Horizontal, con el aporte de un equipo transversal en que destacan Oscar Landerretche e Ignacio Briones, un texto aparece como una invitación oportuna a salir de la política corta y pensar, en un horizonte más largo para el país que queremos construir.

No es un programa de campaña ni una lista de promesas para la próxima elección; es más bien un llamado a recuperar la idea de proyecto país, algo que la izquierda democrática conoció bien en recientes momentos de su historia.

El punto de partida es simple, muy crudo en su sencillez: sin crecimiento sostenido no hay desarrollo posible, ni Estado social que resista, ni derechos que se sostengan en el tiempo. No hay educación pública robusta, ni salud digna, ni pensiones decentes, si la economía no genera los recursos que las financien. Esta no es una tesis neoliberal, es una verdad histórica que la socialdemocracia europea entendió hace décadas y que el socialismo democrático chileno no debería olvidar.

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Sin embargo, algo funcionó mal en el camino. En nombre de causas legítimas –la justicia ambiental, la crítica a los abusos, la entendible desconfianza hacia el gran empresariado– la izquierda terminó muchas veces renunciando a disputar el sentido del crecimiento. Lo dejó en manos de otros, o lo trató como un residuo colateral, sin mayor importancia, llegando inclusive a hablar del despropósito del decrecimiento. Mientras tanto, la inversión se ralentizó, la productividad se estancó y el debate público se fue poblando de consignas, vetos cruzados y escaramuza política, esa que se agota en la cuña y se olvida del mañana deseable y factible.

El documento no propone volver a los noventa ni idealizar el mercado. Propone algo más exigente, plantea un pacto político amplio por el desarrollo, donde el Estado recupere capacidad estratégica, la inversión tenga reglas claras y previsibles, y la política abandone la lógica del empate permanente.

No se trata de crecer “a cualquier costo”, sino de entender que sin crecimiento no hay desarrollo integral que considerar, ni beneficios sociales que redistribuir.

En esa perspectiva, hay un aspecto profundamente conservador –aunque se vista de radicalidad– en aceptar el estancamiento como destino. La izquierda democrática nació para ensanchar horizontes de bienestar, no para administrar la escasez permanente ni vivir de la épica del momento. Renunciar al crecimiento es, en el fondo, renunciar a la promesa de movilidad, de progreso compartido, de dignidad material como base de aquella social y cultural.

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Desde una mirada, socialista en especial, el desafío es doble. Primero, reconciliarse con la idea de crecimiento, despojándola de su caricatura ligera. Crecer no es lo mismo que depredar, ni invertir equivale a abusar de los trabajadores. Segundo, sacar el crecimiento del cortoplacismo electoral y devolverlo a una conversación de largo aliento. ¿Para qué crecer?, ¿con qué reglas, con qué Estado?, ¿con qué responsabilidades sociales y ambientales?

Partir diciendo que ha llegado el momento de expresarlo sin complejos: el crecimiento también puede y debe ser una causa de izquierda, si está orientado por reglas democráticas, por un Estado activo y por la ética del bien común.

La derrota reciente debiera servir, al menos, para ello, para volver a pensar, con tiempo y tranquilidad, en el país más allá de la próxima elección.

El pacto de desarrollo no es un punto de llegada, es apenas un comienzo, y uno particularmente complejo en el escenario que se abre, con la centroizquierda de vuelta a la oposición y una derecha tensionada hacia posiciones más duras, con Kast instalado en la punta extrema. En ese contexto, los acuerdos amplios no serán inmediatos ni fáciles, pero a pesar de ello, no dejan de ser más necesarios que nunca.

Desde la oposición, la izquierda y el centro enfrentan una disyuntiva de resignarse a la gresca cotidiana o usar este tiempo para construir una propuesta país de largo aliento, capaz de combinar crecimiento, Estado y cohesión social. Tal vez no se trate aún de un gran pacto nacional, sino de algo más elemental y urgente; es decir, ordenar prioridades, aprender de los errores recientes y volver a hablarle al país con un horizonte reconocible, y sobre todo deseable.