Hace unas semanas fue posible leer en la prensa la molestia de las universidades que conforman el G9, es decir aquellas que pertenecen al Consejo de Rectores (CRUCH) pero son instituciones privadas de Educación Superior. Específicamente la queja fue a partir de que según ellas, existiría un “trato preferente” por parte del Estado hacia las instituciones públicas, expresado en algunos encuentros recientes de representantes del Consorcio de Universidades del Estado (CUECH) con autoridades del actual Gobierno.

Me gustaría ir más allá de la afirmación sobre “trato preferente”, que a primera vista parece bastante obvia, dado que se trata de instituciones públicas.

En mi opinión, lo que sí existe y está a la vista para quien sepa cómo funcionan las universidades públicas, es una serie de privilegios de los que gozan las instituciones que conforman el G9. Puede que el consorcio de universidades estatales esté primero en la fila para reunirse con el ministro y la subsecretaria. Pero, tal como precisó Elisa Araya, rectora de la UMCE, “los rectores son jefes de servicio públicos” y como tales, están sometidos a una serie de obstáculos propios de la administración del Estado para manejar, disponer y generar sus recursos.

Por el contrario, las universidades privadas del G9 no están sujetas a ninguna de estas obligaciones. En la práctica, el Estado, lejos de propiciar un trato especial, es mucho más exigente con las universidades públicas

De esta manera, las universidades del CUECH están en desventaja con respecto a las del G9, que no están sometidas a la estricta burocracia estatal, derivada muchas veces del celo que se espera en la administración de los recursos públicos.

Hay algunos ejemplos en materias de alto impacto que sirven para ilustrar los privilegios de las instituciones privadas. Uno de ellos, es la fijación de los aranceles. Mientras las universidades privadas del G9 pueden establecer su arancel en base a criterios de mercado, las instituciones del Estado deben corregir las observaciones hechas por la Contraloría en un dictamen de octubre del año pasado, para publicar su nuevo cálculo y solo a partir de este momento, ajustar sus presupuestos.

Otro asunto que está fuera de las preocupaciones de las universidades que pertenecen al G9, es el artículo 48 de la Ley de Universidades Estatales, que regula la contratación de personas para “labores accidentales, y no habituales”.

El grupo de universidades privadas no tiene que precisar a qué se refiere la norma con “habitualidad”, y tampoco sentarse con las autoridades para solucionar las ambigüedades que existen en el actual marco jurídico, como lo relativo a las remuneraciones de las personas contratadas en base a proyectos y otros aspectos, donde la norma podría no ser aplicable. Las instituciones del G9 solo están obligadas a ajustarse al Código del Trabajo para contratar a su personal.

Paralelamente, las universidades estatales no están facultadas para establecer de forma permanente el trabajo a distancia, lo que sin duda les afectará al perder personal especializado, sobre todo en el área informática. Las nuevas condiciones de un eventual trabajo remoto deberán ser convenidas a partir del diálogo con el Gobierno y los gremios. Un proceso por el cual las universidades del G9 no están obligadas a pasar.

Un ámbito de crucial importancia, que profundiza la desventaja de las universidades del Estado, es el tema del financiamiento. Actualmente las instituciones públicas de Educación Superior, no pueden acceder a financiamiento privado con la garantía del Estado. Una ventaja con la que sí cuentan las universidades privadas. En la práctica, solo ellas pueden acceder a los créditos con la garantía del FOGAPE. Es necesario consensuar con el Ministerio de Hacienda un programa de endeudamiento a largo plazo con garantía estatal.

Solo por estas desventajas que por lo demás, podrían resolverse en el corto y mediano plazo, con modificaciones decretadas por las autoridades actuales, es que la premisa del “trato preferente” me parece inexacta, y por eso prefiero hablar de los privilegios que tienen las universidades privadas del G9, cuyo aporte al desarrollo del país es imposible desconocer, frente a sus pares que pertenecen al Estado.

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