No importa solo lo que se dijo, sino qué interpreta la opinión pública: qué parece duda, qué parece soberbia, qué parece improvisación. El debate dura 90 minutos; su lectura, varios días.

La política moderna se inventó a punta de imágenes. Una de las más crueles fue la del debate Nixon–Kennedy en 1960: un joven luminoso contra un político extenuado que parecía sudar miedo. Se suele decir que Nixon iba preparado para la radio, pero no se dio cuenta que la mayoría de los electores lo vieron en televisión.

Desde entonces, los debates viven de esa pregunta persistente: ¿mueven realmente la aguja electoral? La evidencia dice que la mueven de una manera dramática: más que ganar elecciones, sirven para perderlas estrepitosamente.

Drew Westen lo explicó en The Political Brain: el votante no razona, siente. No está haciendo un Excel comparando propuestas: está evaluando si le hace sentido emocional la persona que tiene frente a él y quien le genera temor. Un solo error puede sellar una derrota. Y quien cree que lo juzgarán por la hoja de cálculo y los famosos programas de gobierno que nadie lee, termina convertido en memes de sus peores momentos.

Chile tiene su propia galería de víctimas. El debate Jadue–Boric en 2021 fue un estudio de caso: Boric no lo ganó por brillantez técnica, sino porque Jadue, con sus torpezas y enojos con periodistas, encendió todas las alarmas que ya existían.

Boric entendió antes que nadie la regla no escrita: infundir miedo suficiente sobre el adversario. Lo hizo con Jadue en la primaria y lo repitió con Kast en la segunda vuelta. No necesitó demolición programática; bastó con activar dudas preexistentes para que el electorado hiciera el resto.

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El debate Archi con la escalofriante cifra de 4,7 millones de escuchas, confirmó que las palabras pesan menos que el pulso. No fue un debate: fue un escáner emocional transmitido en vivo.

Kast apostó por el manual del favorito: no equivocarse. Jara, en cambio, debía arriesgar sin desordenarse. Era un regalo para los periodistas que olfatearon el temor de Kast y la audacia de Jara. Esa asimetría explica por qué Archi se volvió la escena dominante: no por un gran golpe, sino por una sensación de fragilidad que quedó suspendida en el aire. Los periodistas de radio tienen una habilidad superior para revelar inseguridades que la televisión disimula.

Y ahí entra la verdadera máquina de validación: los medios. En Chile, los debates no terminan cuando el moderador despide, sino cuando los titulares deciden qué escena será recordada y cuál se olvidará. No importa solo lo que se dijo, sino qué interpreta la opinión pública: qué parece duda, qué parece soberbia, qué parece improvisación. El debate dura 90 minutos; su lectura, varios días.

De cara a Anatel, la lógica será igual de implacable. Kast deberá evitar la jugada en Archi de actuar con exceso de confianza y tendrá que arriesgar para demostrar su favoritismo; Jara, demostrar autoridad, ser dura sin parecer agresiva, y separarse del gobierno sin parecerle ingrata.

Para el lector que quiera juzgar por cuenta propia el que viene, les propongo una pauta de evaluación:

1. Control emocional
El que nunca se desordenó, ganó.

2. Capacidad de síntesis
El que dejó una buena cuña y no una explicación eterna, ganó.

3. Coherencia narrativa
El que sostuvo la identidad y relato de su campaña en cada respuesta, ganó.

4. Errores no forzados
El que no confirmó prejuicios negativos sobre sí mismo, ganó.

4. Verosimilitud técnica
El que sonó posible sin sonar mágico, ganó.

5. Capacidad de infundir temor sobre el riesgo del otro
El que logró instalar —sin estridencia, sin parecer desesperado— una imagen verosímil de lo que podría salir mal si gana el contrincante, ganó.

Lo último fue lo que hizo Boric con Jadue y con Kast; es la jugada emocional más efectiva de la política contemporánea de los últimos tiempos, no el arbolito de Punta Arenas, sino el temor al contrincante.

Los debates son, al final, una prueba brutal: ¿quién transmite seguridad y quién transmite riesgo? En Anatel no ganará el más brillante, sino el que logre que el país dude —lo justo, lo suficiente— del otro. La aguja, como siempre, se moverá menos por lo que se dice que por lo que se siente.