No hay sistema sanitario eficiente sin evidencia científica, ni innovación médica sin financiamiento continuo. Un Estado que no invierte en conocimiento está condenado a gastar más en consecuencias.

Un reciente artículo de Nature analiza la competitividad de la investigación académica, destacando el tiempo que se dedica a postular a fondos, pero con tasas de adjudicación cada vez más bajas. En Chile, esto tiene una resonancia amarga: nuestros investigadores en salud dedican meses a formular proyectos que, en su mayoría, jamás verán la luz.

El Fondo Nacional de Investigación en Salud (FONIS) acaba de adjudicar 12 de 397 postulaciones; un 3%. Mientras, en el principal fondo de financiamiento de la ciencia chilena, Fondecyt, apenas el 1,9% de los proyectos pertenece al ámbito de la medicina y la salud pública. Si la estadística no conmueve, habría que traducirla a lenguaje humano: detrás de cada propuesta rechazada hay un tratamiento que no se probó, una política sanitaria que no se perfeccionó.

La ciencia, en especial la ciencia en salud, no es una excentricidad académica ni un pasatiempo de laboratorio: es la forma civilizada en que una sociedad enfrenta el dolor y prolonga la vida.

Mientras tanto, los investigadores —esa especie que el país forma, evalúa y luego olvida— dedican meses a escribir propuestas que compiten por fondos cada vez más exiguos. En lugar de investigar, gestionan; en lugar de descubrir, justifican; en lugar de transferir, compiten. El resultado es un sistema donde la inteligencia se agota no en pensar, sino en perseverar.

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El costo del subfinanciamiento no aparece en los balances públicos ni en los presupuestos de la ANID, sino en las salas de espera. Está en la mortalidad que pudo evitarse, en el gasto hospitalario que crece por falta de prevención, en los tratamientos ineficaces que nadie estudió, en la desigualdad entre quienes acceden a terapias avanzadas y quienes solo reciben paliativos.

En Chile se suele repetir que la salud es un derecho, pero se olvida que ese derecho depende de una ciencia que lo haga posible. No hay sistema sanitario eficiente sin evidencia científica, ni innovación médica sin financiamiento continuo. Un Estado que no invierte en conocimiento está condenado a gastar más en consecuencias.

Por eso, la verdadera pregunta no es cuántos proyectos financia el país, sino cuántos enfermos podrían vivir mejor si los financiara.

El subdesarrollo, en su forma más discreta, no se mide por la pobreza material, sino por la pobreza de su curiosidad: por esa resignación tranquila con que una sociedad decide que investigar la enfermedad es menos urgente que administrar la espera.