Los hechos de Osorno muestran que cuando no existe ética pública clara ni canales de denuncia protegidos, el riesgo no es solo para las víctimas directas, sino para la credibilidad del propio Estado.

En las salas del Hospital Base de Osorno, funcionarios públicos torturaron sistemáticamente a un colega autista durante dos años, documentando cada humillación con la meticulosidad de quienes se saben protegidos por la impunidad institucional.

Los videos del trabajador —atado, rapado, quemado con vapor— no solo muestran la degradación de una víctima, sino algo más perturbador: cómo el Estado, al fallar en proteger a los más vulnerables dentro de sus propias instituciones, termina socavando la autoridad moral que necesita para gobernar. La paradoja es brutal pero instructiva: un Estado que tolera la tortura no se protege a sí mismo; se autodestruye.

El hospital confirmó que tras un sumario inicial sin sanciones, recién en 2024 se reabrió la investigación. Pero el problema trasciende la falta de reacción administrativa: este episodio expone lo que ocurre cuando el Estado no asegura entornos laborales libres de violencia, particularmente hacia personas neurodivergentes.

El Comité para la Prevención de la Tortura condenó categóricamente lo ocurrido, recordando que la obligación estatal alcanza hospitales, escuelas y oficinas públicas. Prevenir la tortura no debe considerarse una amenaza para el Estado, sino una condición mínima para que sus instituciones conserven legitimidad y autoridad moral.

Los hechos de Osorno muestran que cuando no existe ética pública clara ni canales de denuncia protegidos, el riesgo no es solo para las víctimas directas, sino para la credibilidad del propio Estado. Una administración que investiga con rigor y sanciona con firmeza no se debilita: se fortalece.

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La reacción política ha sido rápida, pero la experiencia demuestra que la indignación inicial puede desvanecerse sin cambios concretos. Sancionar a los responsables es indispensable, pero insuficiente. La verdadera prevención exige políticas sostenidas y un compromiso inequívoco con la dignidad humana como principio rector del servicio público.

El caso nos recuerda que la fuerza de un Estado moderno no se mide únicamente por su capacidad de sancionar delitos, sino por su determinación para erradicar toda forma de violencia institucional. La prevención de la tortura, lejos de debilitarlo, fortalece la autoridad que ejerce.