Hablar de la Superintendencia del Medio Ambiente —o SMA— no suele encender pasiones fuera del mundo jurídico o ambiental. No tiene el glamour de una reforma laboral ni la intensidad mediática de un debate sobre pensiones. Pero su rol es crucial: fiscalizar que proyectos y actividades cumplan la normativa ambiental y, si no lo hacen, sancionarlos.

El proyecto que hoy se discute en el Congreso busca reforzar ese rol, entregándole nuevas herramientas para actuar con mayor rapidez y eficacia. En teoría, nada más razonable: una Superintendencia de Medio Ambiente con más capacidad para reaccionar ante situaciones que puedan afectar el medioambiente, prevenir daños y corregir desviaciones.

El problema es que, como suele ocurrir con reformas que amplían facultades, la letra chica importa. No basta con “dar más poder” si no está bien calibrado. Las leyes con conceptos abiertos, sin límites claros o con pocos controles, pueden generar más discrecionalidad que eficacia. Por eso conviene revisar con cuidado los cambios y preguntarse si estos van en la dirección correcta.

Reforma a la Superintendencia de Medio Ambiente

Entre las modificaciones más llamativas está la ampliación de las Medidas Urgentes y Transitorias. Estas ya existen: permiten a la SMA actuar rápido frente a riesgos graves e inminentes para el medioambiente o la salud. Son, en simple, el botón de emergencia del sistema.

El proyecto, sin embargo, amplía ese botón al punto de que podría usarse de forma habitual. La reforma autoriza aplicarlas sobre cualquier actividad industrial, incluso fuera de la competencia directa de la SMA, usando conceptos vagos como “riesgo inminente” o “afectación grave”. Términos que dejan amplio espacio para la interpretación.

El riesgo no es solo técnico: una herramienta tan abierta podría dar pie a una aplicación discrecional que, en vez de responder a criterios técnicos y ambientales, entorpezca o retrase proyectos por razones ajenas a su objetivo original. Esto debilita la confianza en la institucionalidad y abre espacio para un uso inadecuado de una atribución que debiera ser estrictamente excepcional.

En regulación ambiental, actuar rápido es esencial, pero hacerlo sin límites claros es igual de problemático. La diferencia entre prevenir un daño y usar la norma de forma inadecuada está, muchas veces, en la precisión de su redacción.

Fraccionamiento de proyectos

Otro cambio relevante es la modificación a la infracción por fraccionamiento de proyectos, que sanciona cuando un titular divide artificialmente su iniciativa para evitar una evaluación ambiental más estricta o el ingreso al sistema de evaluación.

Hasta ahora, para sancionar por fraccionamiento era necesario demostrar que se actuó “a sabiendas”, es decir, con intención de eludir la norma. Esa exigencia es clave: distingue a quien busca burlar el sistema, de quien presenta un proyecto por etapas de forma legítima.

La normativa vigente permite desarrollar proyectos por etapas si esto está debidamente fundamentado y justificado. Sin embargo, pueden existir zonas grises de interpretación. Con la reforma, incluso un fraccionamiento autorizado podría ser sancionado si luego se interpreta que generó una elusión, aunque no hubiera intención.

En derecho sancionador, la intención es clave para diferenciar entre una conducta reprochable y una decisión técnica válida. Sacarla abre la puerta a sanciones injustas y a incertidumbre para quienes cumplen la normativa de buena fe. En un sistema que debe inspirar confianza, la certeza jurídica no es un lujo: es esencial.

Programas de cumplimiento

Si el fraccionamiento sin intención muestra el riesgo de sancionar a quienes actúan de buena fe, las modificaciones al Programa de Cumplimiento reflejan otro problema: limitar herramientas diseñadas para resolver rápido un incumplimiento.

El Programa de Cumplimiento es un plan que presenta el titular para corregir desviaciones detectadas por la autoridad, con metas y plazos claros. Mientras está vigente y aprobado, se suspende el procedimiento sancionador, privilegiando la reparación temprana sobre la multa. Ha demostrado ser útil para volver al cumplimiento sin esperar años a que termine el procedimiento administrativo.

El proyecto introduce restricciones: prohíbe presentar un Programa de Cumplimiento si la infracción causó daño ambiental o si hubo elusión al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental. Puede sonar razonable, pero en la práctica impide actuar de inmediato para detener el daño o corregir la infracción, privilegiando el castigo sobre la solución temprana.

Además, se amplía de tres a cinco años el plazo en que un titular no podrá usar esta herramienta si ya la utilizó en infracciones graves o gravísimas. En un contexto donde las actividades son complejas y dinámicas, este cambio puede dejar sin un mecanismo eficaz a quienes sí quieren corregir rápido un problema.

En resumen, un buen Programa de Cumplimiento es como reparar una fuga de agua de inmediato: evita daños mayores y restablece la normalidad. Limitarlo innecesariamente es como prohibir arreglar la fuga hasta que llegue la multa… aunque el piso ya esté inundado.

Fortalecer la fiscalización ambiental es necesario y legítimo. Pero no basta con sumar atribuciones: hay que definirlas con precisión, establecer límites claros y resguardar los principios que dan certeza jurídica. De lo contrario, las herramientas para proteger el medioambiente pueden quedar mal calibradas, aplicarse de forma discrecional o provocar efectos contrarios a los que se buscaban.

En el equilibrio entre eficacia y garantías está la clave para que la Superintendencia del Medio Ambiente cumpla su rol con fuerza, pero también con justicia.