El 11 de septiembre de 1973 una llamada telefónica despertó al presidente Salvador Allende para anunciarle que la Marina se había sublevado. Ese día, marcado a fuego en la historia de Chile, sería el último de su vida y el inicio de la dictadura de Augusto Pinochet.

Allende, un médico de 65 años, partió escoltado por policías al Palacio presidencial de La Moneda, en el centro de Santiago, dispuesto a resistir la ofensiva golpista.

En varios cuarteles del país los tanquistas calentaban desde la medianoche los motores de los blindados, los aviadores asistían al ‘briefing’ de vuelo y los generales confirmaban la subordinación de sus tropas.

El mismo martes del golpe Allende iba a convocar a un plebiscito, en un esfuerzo desesperado para salvar al gobierno de la Unidad Popular, la coalición izquierdista que agonizaba tras 1.000 días en el poder.

Allende había asumido en 1970 la Presidencia -en la cuarta elección en que participaba- y durante su gobierno nacionalizó las minas de cobre, principal riqueza del país, que estaban en manos de compañías estadounidenses.

La estatización de minas de carbón, la intervención bancaria y la reforma agraria chocaron con la oposición de la derecha y el gobierno de Estados Unidos, que unieron fuerzas para desestabilizar a su gobierno mediante acciones concertadas, como paralizar el transporte y el comercio, y atentados con explosivos que provocaron apagones y dañaron puentes y oleoductos.

En ese contexto difícil, Allende ingresó a las 07.20horas al Palacio de La Moneda de traje y corbata, con un casco y empuñando un fusil.

El presidente organizó la resistencia. “Todo el que sea capaz y tenga condiciones para usar un arma, que la coja y la use”, les dijo, según el recuerdo del médico Oscar Soto, que ese día estaba en La Moneda.

Luego entregó un arma a los colaboradores que quisieron permanecer a su lado. No había más de 40 seguidores para defender el edificio del golpe perpetrado por el Estado Mayor integrado por los comandantes de las tres fuerzas militares (el general Augusto Pinochet, el almirante José Toribio Merino y el general de aviación Gustavo Leigh), además del jefe de la policía, César Mendoza.

A través de edecanes, Pinochet -a quien Allende vio hasta el final como un aliado- conminó al presidente a renunciar.

Allende “escuchaba con tranquilidad las diferentes informaciones que le entregaban y daba órdenes y respuestas que no admitían discusión”, relató dos semanas más tarde en La Habana su hija Beatriz, quien también permaneció en el lugar.

“Tomaba medidas para un combate largo. Se desplazaba continuamente desde un lugar a otro y se informaba de la cantidad de alimentos y agua almacenada”, agregó.

Fue a las 09.15 cuando el Ejército abrió fuego contra La Moneda. Desde una de las ventanas de su despacho, Allende respondió y uno de los disparos destruyó un tanque junto a la puerta principal del Palacio.

Cuando el ataque se intensificó, el mandatario reunió a sus leales y los invitó a abandonar el Palacio.

Le pidió a sus edecanes que llevaran un mensaje a los sublevados, según la versión del periodista Ignacio González.

“Díganles a sus comandantes en jefe que no me voy de aquí ni me entregaré. No voy a salir vivo de aquí aunque bombardeen La Moneda. Me voy a matar. Así”, explicó fríamente.

Y para demostrar su determinación “tomó el fusil, se lo puso entre las piernas y se apuntó a la barbilla”, escribió González.

Mientras los aviones sobrevolaban el palacio, Allende difundió su último mensaje radial al país: “No, no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”.

“Lo vi entero y con una gran claridad. Me abismó comprobar que tenía muy claro que iba a morir”, relató David Garrido, miembro de la custodia que permaneció junto a Allende.

Una vez terminado su discurso, el presidente reunió a los últimos que quedaban para darles nuevamente la posibilidad de salir. A esas alturas, sólo una docena de colaboradores permanecía a su lado y los ataques eran cada vez más intensos.

Al mediodía comenzó el bombardeo aéreo sobre La Moneda.

Algunos cohetes estallaron en el interior del edificio, que comenzó a incendiarse. En medio de gruesas columnas de humo ,un pelotón de militares pugnaba por ingresar al patio central de La Moneda.

“¡Allende no se rinde, milicos!”, gritó el presidente a través de las ventanas abiertas, según recuerdan testigos.

Los últimos combatientes bajaron por la ancha escalera desde la planta alta de La Moneda para entregarse a los militares. En ese instante oyeron un disparo. El presidente caía muerto.