Esto no me pasa solo a mí. Esta no es solo mi historia. Es la de muchas familias que cuidan en silencio. Madres que se quiebran por dentro y aún así siguen. Padres que hacen malabares para sostener. Hijos que no entienden por qué ya no pueden más. Y un sistema que mira para el lado.
Hace unas semanas, nuestro hijo de 12 años colapsó emocionalmente. Un niño sensible, brillante, con toda la vida por delante… quebrado por dentro. Lo vimos temblar de angustia, lo vimos llorar sin consuelo, lo vimos apagarse frente a nuestros ojos. Y no hay nada —nada— que prepare a una familia para eso.
El diagnóstico fue claro: cuadro ansioso depresivo severo y varias cosas más que no vale la pena detallar porque tampoco es mi intención exponerlo.
Su enfermedad no fue por flojera, ni por pantallas, ni por falta de límites, ni por mañas. Sino porque este mundo a veces es demasiado para un niño que apenas comienza a vivir.
Nos indicaron en la urgencia cuando lo llevamos por una gran crisis imposible de sostener: hospitalización completa. Pero los mismos especialistas reconocieron que los centros no están hechos para niños. Que podía ser aún más traumático. Que quizás lo más humano era una hospitalización domiciliaria. Y ahí comenzó una carrera desgastante: encontrar ayuda real. Porque no hay opciones. No las hay.
Después de días de llamados y puertas cerradas, una sola clínica nos respondió. Domycare, clínica de hospitalización domiciliaria completa. Fue una bendición. Un equipo humano, presente, que llegó a casa y nos ayudó a respirar en medio del huracán. Pero también nos enfrentó a la otra cara: el tratamiento es carísimo y no tiene cobertura. Porque la salud mental infantil, en este país, no es vista como un derecho. Es un gasto. Una carga.
Y duele admitirlo, pero si con todo lo que tenemos —trabajo, redes, contención— esto ha sido devastador, ¿qué pasa con quienes no tienen nada? ¿Qué hacen las madres, padres, abuelos, tías, cuidadores… que enfrentan esto sin respaldo, sin clínica, sin hospitales, sin licencia, sin nadie?
“Reposo injustificado”
Nos quebramos, me quebré. Después de días sin dormir, de contener crisis, de hacerme la fuerte mientras el alma se me rompía, colapsé. Estoy en tratamiento psiquiátrico. Con medicación. Vulnerable. Y aun así, tuve que justificar mi dolor.
Mi psiquiatra me dio una primera licencia médica de 21 días. Presentamos todos los antecedentes: mi diagnóstico, mi tratamiento, la documentación del equipo que atiende a mi hijo, su cuadro clínico, la hospitalización domiciliaria. Todo. Y, aun así, el peritaje dictaminó que era “reposo injustificado”. Como si cuidar a un hijo en crisis no bastara. Como si quebrarse por sostener no doliera. Como si no alcanzara con estar al borde.
Volví a trabajar. Duré tres días. Mi médico fue claro: “Estás al límite”. Me extendió una segunda licencia de 30 días. Esta vez, ni siquiera la revisaron con humanidad: simplemente fue rechazada.
Ambas licencias estaban en apelación. La primera en espera del dictamen del Compin y por la segunda, después de días de incertidumbre, recibí la llamada del Director Médico de la Isapre. Vio mi publicación en LinkedIn, leyó los testimonios, sintió el alcance… y gracias a eso, mi licencia fue aprobada.
Pero esa noticia —aunque me alivia— también me deja un nudo en el pecho. Porque ¿qué pasa con los cientos de personas que no tienen una tribuna, que no pueden exponerse, que cuidan en silencio y se enferman sin que nadie los escuche?
Me lo dijo él mismo: en Chile, cuidar no es causal de licencia. Los cuidadores no calificamos.
Y lo más duro: la conversación solo cambió cuando dije, con todas sus letras, que era yo la que estaba mal. Que era mi salud mental la que se había quebrado. ¿De verdad hay que declararlo así? ¿No se da por entendido después de cuidar 24/7, de dormir mal, de sostener a un hijo que no puede más?
Se aprende a sonreír con miedo
Nuestra vida sigue detenida. Mi hijo aún no está listo para retomar su vida. Nuestra familia tampoco. Y esa es quizás la herida más profunda: vivir en pausa, en vilo, sin sostén.
Actualmente —y hace pocos días— mi hijo fue dado de alta de la hospitalización domiciliaria. Ya no contamos con una terapeuta a tiempo completo en casa. El tratamiento sigue, pero sin saber hasta cuándo. Psiquiatra, prontamente otros especialistas hasta que su mente y corazón estén listos…
No volverá a clases este año. La angustia que le provoca solo con pensarlo es abrumadora.
El colegio ha sido increíble. Nos apoyarán con exámenes libres para que pueda cerrar el año académico desde casa, a su ritmo, con dignidad.
Pero eso, lejos de aliviarme, me asusta aún más. Porque mi rol de cuidadora ahora es más solitario y requiere más de mí, de nosotros. Porque la contención no ha terminado: sigue siendo urgente, diaria, muchas veces desgastante. Hay días con varias crisis. Otros con menos. Pero nunca hay tregua. Seguimos viviendo “un día a la vez”.
Y mi angustia no cesa. Porque cuando todo depende de seguir fuerte… se aprende a sonreír con miedo, a contener mientras tiembla, a sostener mientras se rompe.
¿Y eso… cómo se justifica ante el sistema? ¿Cómo se traduce en códigos, formularios o licencias médicas? ¿Cómo se mide el miedo diario de que tu hijo se desestabilice si tú parpadeas? ¿Cómo se explica que cuidar así no es una elección, sino una urgencia? ¿Cómo se valida lo invisible?
La angustia es mía, yo no estoy bien, yo estoy quebrada, cansada, pero sé que también eso será motivo de cuestionamiento. Sabiendo que enfermarse por amor no es motivo. Que estar rota no basta como justificación. Que el sistema no perdona a quien cuida. Ni a quien se atreve a decir: “ya no puedo más”.
¿Cuántas madres están como yo?
Y me pregunto: ¿Cuántas madres están como yo, sosteniendo desde el cansancio más profundo, con miedo y sin red? ¿Cuántos padres se tragan el llanto para no mostrar debilidad? ¿Cuántos cuidadores están enfermando mientras cuidan… sin que nadie los vea? Porque de esto no se habla. No se visibiliza. Es tabú. Incomoda. No sale en los matinales, ni en las campañas, ni en las prioridades públicas. La salud mental infantil sigue siendo una herida silenciada.
Y quienes cuidan, lo hacen muchas veces en la sombra. Invisibles. Solos. No puede ser que cuidar sea un lujo. No puede ser que sanar dependa del bolsillo. No puede ser que te enfermes por amor… y además tengas que dar explicaciones.
Yo no escribo esta columna por compasión ni por likes. La escribo con el corazón en la mano y el cuerpo exhausto, porque sé que hay miles viviendo esto en silencio, porque cuidar también enferma, y eso tiene que dejar de ser invisible. Porque no quiero que otra familia tenga que elegir entre asistir a una reunión o contener a su hijo que llora a gritos, porque no quiero que otra madre tenga que suplicar para que le crean, porque sé que hay quienes hoy están cuidando sin red, sin licencia, sin apoyo, sin palabras.
Es tiempo de hablar, de abrir los ojos, de reconocer que hay madres, padres y cuidadores que están sosteniendo el mundo con los brazos temblorosos. Que hay niños gritando en silencio. Hermanos mayores y menores haciéndose los fuertes. Familias enteras al borde del abismo, intentando no romperse. Y un sistema que, lejos de cuidar… castiga.
Y cuando todo estalla, cuando una familia colapsa, el sistema responde con trabas, con burocracia, con sospechas, con abandono.
Esta no es solo mi historia. Es la de muchas familias que se desmoronan en silencio. Madres que se están enfermando por contener. Padres que hacen malabares para resistir. Hermanos mayores que se esconden para no molestar. Hijos que se quiebran porque ya no pueden más… y no saben cómo pedir ayuda.
Escribo esto con el corazón abierto y el cuerpo exhausto. Porque no quiero que otra madre viva lo mismo. Porque no quiero que otro niño se apague sin que nadie lo escuche. Porque si este dolor sirve para que una familia no se sienta tan sola, entonces vale la pena contarlo.
No es solo mi historia
Esto no me pasa solo a mí. Esta no es solo mi historia. Es la de muchas familias que cuidan en silencio. Madres que se quiebran por dentro y aún así siguen. Padres que hacen malabares para sostener. Hijos que no entienden por qué ya no pueden más. Y un sistema que mira para el lado.
La salud mental infantil en Chile está abandonada. No hay acceso, no hay contención, no hay justicia. Las licencias por salud mental se rechazan. Las familias se endeudan. Los cuidadores se enferman. Y nadie parece hacerse cargo.
Ojalá esta vez se escuche, ojalá esta vez algo cambie, ojalá no tengamos que seguir escribiendo estas historias desde el dolor, ojalá seamos muchas, muchos, diciendo basta. Y que este grito no quede en el vacío, sino que se transforme en causa, en red, en movimiento. Por todas las familias que hoy están luchando en silencio. Por todos los niños que aún esperan ser vistos. Por todos los que cuidan con el alma rota y el corazón lleno de amor. Ojalá esta vez, no estemos tan solos.
Hace unos días me atreví a compartir parte de esta historia en LinkedIn. No imaginé lo que vendría después. Más de 26 mil impresiones, más de 17 mil personas alcanzadas, cientos de reacciones, decenas de comentarios, mensajes, abrazos virtuales, testimonios que se sumaron al mío.
Madres, padres, profesionales de la salud, trabajadores sociales, cuidadoras, docentes… muchas personas me dijeron: “yo también”. Ese eco me recordó que esto no es una historia aislada.
Es un dolor colectivo. Y si esa publicación abrió una grieta en el muro del silencio, esta carta es mi forma de ensancharla. Porque cuando una historia se escucha, otras encuentran palabras para salir del escondite.
Esto es por quienes se niegan a rendirse, aunque estén rotos. Porque a veces de las heridas más profundas y dolorosas se generan cicatrices que se vuelven mapas de lucha, memoria y amor.
¿Qué clase de país somos si cuidar enferma… y aún así no se reconoce? ¿Por qué los cuidadores deben romperse en mil pedazos para ser validados? ¿Cuántos gritos silenciosos más necesitan nuestros niños para que el sistema despierte? ¿Por qué seguimos tratando la salud mental infantil como un tema menor, privado, casi anecdótico? ¿Por qué el sufrimiento de un niño se sigue midiendo en fonasa o isapre, en horas de espera, en papeleos, en diagnósticos que llegan tarde… cuando llegan? ¿Por qué la protección del alma de un niño no es una urgencia nacional? ¿Hasta cuándo vamos a aceptar que el cuidado sea un castigo? ¿Hasta cuándo seguiremos invisibilizando a quienes aman tanto que se enferman cuidando?
Porque cuando un niño colapsa y nadie llega, es el cuidador quien se convierte en red, en contención, en escudo. Y cuando ese cuidador cae, todo se viene abajo.
Cuidar no es un favor. Es un derecho. Y garantizar la salud mental de la infancia no es opcional. Es un deber ético, político y humano. Y cuando no se cumple… las consecuencias se pagan con angustia. Y a veces, con vidas.
Mariangel Silva
Mujer, madre de dos hijos, esposa y profesional. Ahora hace más de un mes cuidadora a tiempo completo. Estoy viviendo en carne propia lo que significa cuidar en medio del colapso emocional de un hijo y el propio. Comparto mi historia con la esperanza de que lo vivido sirva a otras familias. Escribo desde el dolor, con la intención profunda de que ese dolor se transforme, algún día, en ayuda para quienes hoy se sienten solos y solas…
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