Señor director:

A diario arriesgo mi integridad física al caminar por las aceras de mi comuna. No exagero: me enfrento, en clara desventaja, a una nueva estirpe de guerreros urbanos al estilo Rollerball —esa película que pocos recuerdan y que delata mi edad.

No haré “spoiling”, pero basta saber que en Rollerball se mezclan patines, motocicletas, pelotas de acero y violencia brutal. En mi analogía diaria, el elenco de armamentos sobre ruedas se amplía: triciclos, skates, monociclos, bicicletas, scooters… Todo vale en esta arena llamada vereda, donde los peatones vamos, heroicos y desarmados, esquivando esta furia implacable sobre ruedas.

Con ropa de diario y una buena dosis de fe, enfrentamos a estos ciclo-gladiadores que protegidos con cascos, guantes y rodilleras avanzan con soberbia, sin discriminar: ancianos, niños, mascotas… cualquier cosa que camine por la vereda parece un blanco válido.

Guardando proporciones, esta acera se convierte en coliseo. Nosotros, los cristianos; ellos, los Essedarii, Retiarii, Secutores… una fauna diversa con un propósito común: arrasarnos. (Sí, en este párrafo se me fue la mano con la historia).

Pero haga usted el cálculo: un scooter de 20 kg, conducido por un adulto de 70 kg, suma 90 kg disparados a 25 km/h. Es una tromba. Y si lo sorprende de frente, o peor, aparece por detrás como un zumbido fantasmal que le roza las orejas, el susto puede congelarlo. Basta desviarse un par de centímetros… y el accidente está servido.

Lo más irónico es que esta comuna —no diré su nombre, pero está junto a los cerros y al cielo, y si miras de lo alto hacia el valle verás que la baña un estero— tiene ciclovías. Muchas. Amplias. Pero con frecuencia están vacías, o peor: son ignoradas. El ciclo-gladiador las pisa unos metros y vuelve a la acera, sin razón aparente. En el caso más absurdo, va zumbando por la vereda, cuando la ciclovía está a un metro de distancia, vacía… No hay caso. Al parecer, si no se invade la vereda, no hay gloria guerrera.

Sería tema de estudio comprender esta actitud violenta y egocéntrica. Rara vez respetan velocidades razonables, señales, ni a los peatones. A veces, caminar por la ciclovía resulta más seguro que usar la acera. Así de surrealista es la situación.

Y ni hablemos de las bicicletas con motor, que pueden llegar a pesar 30 kg y desarrollan velocidades y potencias que las convierten en verdaderos arietes con ruedas. Impactan como un auto… pero sin frenos adecuados ni un conductor acreditado y competente.

Cada tanto, nos enteramos de atropellos: peatones heridos, con huesos rotos, rostros fracturados, dientes arrancados. Todo por atreverse a caminar por las veredas. Todo por culpa de un fenómeno que se podría evitar con regulación, criterio y voluntad.

Entonces, me pregunto: ¿por qué la autoridad comunal permite esto? ¿Por qué esta pasividad culpable ante servicios que explotan un espacio que no les corresponde? ¿Qué beneficio obtiene la ciudadanía cuando las veredas se vuelven campos de batalla? ¿Cómo volvemos a una mínima civilización donde caminar no sea un acto temerario?

Como dijo aquel juglar, se hace camino al andar: una sorprendente audacia en los tiempos que nos tocan. Veamos dónde nos lleva esta audacia.

Daniel Cifuentes C.
Desde Las Condes

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