Luego de vivir más de cinco años en Kenia, trabajando codo a codo con comunidades que luchan día a día por acceder a agua potable, regresar a Chile ha sido, en muchos sentidos, un choque cultural. No por la diferencia de precios, el ritmo de vida o el clima, sino por algo mucho más básico: la relación que tenemos con el agua.

En Kenia, conocí familias que caminan durante horas para llenar un bidón con agua turbia. Vi a madres que deben decidir si hervir el agua una vez más o guardarla para cocinar. Niños que faltan al colegio por infecciones estomacales constantes. Personas que, literalmente, mueren por no tener otra opción que beber agua contaminada.

Y, sin embargo, al volver a Chile, escucho frases como: “No tomo agua de la llave, tiene mal sabor”. Me encuentro con casas donde se abre la llave y se deja correr el agua sin pensar. Con carros de supermercado llenos de bidones de agua que se compran por comodidad, mientras que no a muchos kilómetros de distancia, en zonas rurales de nuestro país, hay miles de familias que llevan años sin acceso a una red segura de agua potable.

Hemos naturalizado el acceso al agua como si fuera un derecho garantizado para todos, cuando la realidad dice lo contrario. A pesar de que no existen estudios actualizados sobre el acceso de agua potable, se estima que más de un millón de personas en Chile no tiene acceso regular y confiable a una fuente de agua segura. Y aun así, falta conciencia. Falta empatía. Falta educación sobre el verdadero valor del agua.

El agua embotellada que muchos pagan en un restaurante —$3,000 o más por botella— podría ayudar a financiar el acceso a agua limpia para una persona durante medio año. Sí, con el valor de una sola botella. El problema no es la falta de recursos, sino la falta de voluntad y de conciencia colectiva.

Mi intención es invitar a reflexionar y tomar acción, a mirar con otros ojos. A reconocer el privilegio que tenemos de abrir una llave y beber sin miedo. A pensar dos veces antes de despreciar esa agua “porque tiene mucho gusto a cloro”. A transformar hábitos pequeños en gestos con impacto real.

Porque cuando uno ha visto lo que es vivir sin agua, es muy difícil volver a mirar una botella de agua plástica de la misma forma.

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