En el gran teatro del poder, Donald Trump y Elon Musk han protagonizado una tragicomedia que ni Shakespeare habría imaginado. Lo que comenzó como una alianza entre poderosos, ha “degenerado” en un enfrentamiento público digno de una teleserie de horario estelar. El “bromance” entre dos billonarios convencidos de su papel mesiánico, terminó en una vendetta pública de proporciones bíblicas.

Y no, no es por principios. Es por poder, o mejor dicho, por ego.

Disputa por el poder

Trump lo amenaza con “consecuencias muy graves” si osa apoyar a los demócratas. Musk le responde con ironía y con un tuit (luego borrado) sobre Epstein.

¿Debate político? No. Es una versión moderna del Rey Lear (1608), pero con cohetes, redes sociales y déficit fiscal. Porque cuando el ego gobierna, el poder no necesita argumentos: solo necesita palco.

Jeffrey Pfeffer, autor de Power: Why Some People Have It and Others Don’t, lo explica sin eufemismos: el poder no es una función de la razón o el mérito, sino de la capacidad para controlar recursos, dominar narrativas y tejer lealtades como quien teje trampas.

Trump y Musk no discuten ideas: se disputan la hegemonía simbólica del poder estadounidense. Uno desde la nostalgia por el orden perdido, el otro desde la arrogancia futurista del libertario solitario.

Pero el poder también se organiza, advierte Henry Mintzberg. En Power In and Around Organizations, muestra cómo el poder circula en márgenes, coaliciones, pasillos y algoritmos. Y aquí lo vemos: Trump, representante de la jerarquía vertical, atado a partidos, votos y pactos. Musk, en cambio, personifica la “adhocracia” caótica, un poder líquido, informal y provocador. Uno exige lealtad, el otro exige autonomía. Ambos exigen todo.

El resultado: caos. Las acciones de Tesla tiemblan. Los contratos federales de SpaceX peligran. Los inversionistas sudan. Y los observadores del establishment descubren, con horror fingido, que cuando se enfrentan dos titanes con delirio de grandeza, el mercado también sangra.

Dos caras de una misma moneda oxidada

¿Es esto una anomalía? Para nada. Es el poder en su forma más cruda. Pfeffer lo llama “comportamiento político”; Mintzberg, “dinámicas intersticiales”. Yo lo llamo lo que es: una guerra de vanidades. Porque el poder no se disfraza de ego. El ego es su músculo, su combustible, su espejo.

Esta vendetta nos recuerda que en el poder no hay amistades, solo conveniencias. Que las promesas duran lo que dura un ciclo electoral o una ronda de inversión. Y que, cuando el ego se siente amenazado, el poder ruge sin filtro.

Musk no es el hereje. Trump no es el traicionado. Son solo dos caras de una misma moneda oxidada. Uno pretende reinventar el futuro sin entender el presente. El otro añora un pasado que ya no le pertenece. Y ambos, en su cruzada narcisista, nos regalan un espectáculo impúdico que no deberíamos mirar como chisme, sino como advertencia. Porque si algo enseña esta historia, es que el poder real nunca fue un arte de gobierno. Fue, es y será, un arte de la guerra al más puro estilo Sun Tzu.

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