Las banderas azules por todas partes, gritos, canciones, camisetas. El estadio se transformaba de pronto en un ser vivo, cuyas venas eran los caminos hacia las entradas y la sangre, todos y cada uno de los hinchas.
El corazón verde, ahí abajo, con líneas blancas, delimitan el tipo de emoción a experimentar: el área y arco propio, un sector de temor, nerviosismo, desahogo cuando el balón caprichosamente pegaba en el palo y salía. En el arco contrario, lo opuesto: alegría y descontrol mientras la pelota era abrazada por las redes, coreada con un atronador grito que remecía todo a cien kilómetros de distancia.
Ahí, en ese lugar mágico y trágico a la vez, como todo lugar importante en la vida de los hombres, en ese lugar donde los más sabios son imbéciles y los menos preparados conocen a fondo la arquitectura del juego; ahí, donde lo inexplicable es habitual y lo sensato inexistente, René Orozco Sepúlveda, gritaba como todos, maldecía como nadie, bromeaba y se enojaba a partes iguales.
En ese lugar no era el presidente de un club prácticamente destruido por malos manejos antes de su llegada, tampoco era la eminencia en nefrología del hospital J.J. Aguirre, respetado en todo el mundo. Mucho menos el profesor de la Universidad de Chile sacado por la dictadura al defender a sus alumnos.
En ese lugar, el doctor era uno más, uno igual a todos los que babeábamos mirando la cancha, que soñábamos con la grandeza parados en los tablones de madera que en esos años eran asientos. Ahí, don René Orozco era feliz. Y mucha de esa felicidad, en esos años difíciles, pero gloriosos, era compartida por los seguidores de lo que era un club social y hoy es una empresa privada, en un fútbol donde los que fuimos socios ahora somos consumidores, donde las reuniones a puerta abierta y opinión a viva voz fue reemplazada por oscuros consejos donde se deciden las rentabilidades y ganancias de unos pocos.
Pero tranquilo Don René, vaya a descansar sin malas sensaciones. El futbol que conoció y cuidó sigue ahí, perdido entre las personas que siguen creyendo en él, más grande que la nueva red de dueños sin rostro.
Sigue vivo entre los cánticos y las banderas, en la tradición de un padre llevando a su hija a la cancha, en las conversaciones de café y bar.
Sigue vivo en las bromas y recuerdos entre hinchas rivales y al mismo tiempo amigos, en la pelota rodando en algún callejón perdido, tratando de pasar entre dos polerones puestos en el suelo como señal de un arco.
Seguirá vivo entre los amantes del deporte más loco del mundo, al igual que su recuerdo.
Por Cristián Gonal