El proceso constituyente que estamos viviendo es sin lugar a dudas único en nuestra historia. No ha existido una instancia similar de poder constituyente, reconocido por el Estado y por las elites políticas, que haya permitido a distintos sectores sociales recuperar la soberanía delegada para darse a la labor de refundar las bases sobre la que se construye el pacto social y que permite la edificación de un nuevo tipo de relación Estado-sociedad.

Es único también, porque nunca antes había existido, con avenimiento del Estado y de las elites políticas, el reconocimiento necesario de la presencia de “minorías” o de “sectores subalternos” o tradicionalmente “excluidos”, todas categorías que espero comiencen a dejar de usarse cuando nos referimos a “mujeres”, “disidencias sexuales” y “pueblos originarios”, para que formen parte de quienes redactaran un nuevo texto constitucional.

Es cierto, que nada de esto fue producto simplemente del “Acuerdo por la paz” del 2019, acto político intraelitario, por mucho que los partidos políticos actuales quieran apropiárselo como la gran salida a la crisis social y de legitimidad que experimentaba “el modelo”, sino que también fue fundamental la movilización social, continua, permanente y muchas veces violenta, para que esas demandas efectivamente se consideraran y pusieran en riesgo la gobernabilidad del país. Tampoco tiene sus raíces, como algunos han intentado plantear, en el exiguo y mal logrado proceso de reforma constitucional que lideró el gobierno de Michelle Bachelet. No, ni aunque los temas que allí aparecieron (normados en cartillas y donde uno debía elegir entre los que ya estaban predeterminados), volvieran a la palestra del debate político, ni aunque se re usara el concepto de cabildo (que viene de la época colonial), puede buscarse allí siquiera un germen de continuidad con el actual proceso que estamos experimentando.

Así, lo totalmente nuevo de este proceso, es lo que ha llevado a que distintos medios de comunicación y particularmente aquellos sectores que votaron rechazo al cambio constitucional, estén permanentemente caricaturizando los caminos y esfuerzos que no tienen parangón en la historia, menospreciando a la mesa que dirige la convención y la incapacidad de tomar “decisiones rápidas y eficientes”, como si un proceso deliberativo tuviera métricas tecnocráticas a priori que cumplir.

He hecho todo este rodeo para decir que hay cosas que hoy podrían parecer totalmente nuevas, pero que si miramos la historia, puestas en este contexto actual, pueden revivir viejos anhelos, en la contemporaneidad de lo anacrónico. Si bien, el proceso al que me remitiré no tuvo éxito en sus objetivos, si puede ser una fecunda fuente de inspiración a las actuales demandas de vastos sectores del siglo XXI, porque casi un siglo atrás, asalariados y profesionales, se auto convocaron para formar una asamblea constituyente, frente a la crisis del gobierno de Alessandri y el poder auto atribuido que se dieron los militares para redactar una nueva constitución, que pudiera terminar con la república oligárquica.

El 14 de septiembre de 1924 y después de haber puesto en circulación un manifiesto sobre lo que debería ser y quiénes deberían formar el poder constituyente, el Partido Comunista de Chile y la Federación Obrera de Chile realizaron una manifestación en el Teatro O’Higgins, donde expresaron abiertamente su desconfianza frente a los militares y su proyecto de cambio constitucional, proponiendo auto convocar a una asamblea de asalariados e intelectuales. En enero de 1925 el Comité Nacional Obrero decide llamar a una reunión a la que asistieran “proletarios, empleados, educadores, académicos y profesionales, a fin de discutir un proyecto de Constitución Política que reflejara las aspiraciones inmediatas del proletariado y de quienes simpatizaran con los “modernos principios de justicia y solidaridad” (Grez, 2016).

Con un número bastante mayor que nuestra actual Convención, comenzó a sesionar el 8 de marzo de 1925 la Asamblea Constituyente de Asalariados e Intelectuales. Más allá de sus magros logros y de los conflictos que se suscitaron al interior de la Asamblea entre comunistas, anarquistas, demócratas y otros, lo que me parece más relevante, para dar cuenta de cómo lo que hoy nos parece “radical” e “inimaginable” pueda estar en una carta magna, hace casi un siglo atrás fue expresado como programa común de esta Asamblea, a saber: i) que la asamblea debía generarse con representantes de todas las fuerzas vivas de ambos sexos; ii) que es el Gobierno quien debe coordinar y fomentar la producción económica y todas aquellas actividades que tienden al mejoramiento de la sociedad dentro del territorio nacional; iii) que la tierra es propiedad social en su origen y destino; iv) Que el Estado debe asegurar a cada persona lo necesario para la vida y para su desarrollo integral; v) que el producto excedente se destinará al bienestar general y al fomento de las ciencias y de las artes; vi) que Chile será una república federal; vi) que la finalidad de la enseñanza es capacitar al hombre para bastarse a si mismo económicamente y darle una cultura desinteresada que lo dignifique y lo haga amar y comprender la verdad, el bien y la belleza; viii) que la educación debe ser gratuita, laica y estatal desde la primera infancia hasta la universidad; ix) y que debe suprimirse el ejército permanente. (Grez, 2016)

Casi un siglo atrás hay aquí un repertorio de demandas que vuelven contemporáneo lo anacrónico. En estos momentos la historia puede ser una potente fuente de inspiración, como potencia de lo no realizado y por realizarse.

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